Opinión

Encuentro en el laberinto

Cada año, cuando viajo de Bolivia a Galicia (y viceversa), hago escala en Madrid. En esos periodos de espera, siempre que pueden, vienen a verme a Barajas dos buenos amigos —el periodista Abel España y el economista José Manuel Muñoz— con los que viví en la capital. Con casi 940.000 metros cuadrados y cinco terminales, el mencionado aeropuerto es uno de los más grandes del mundo.

El viajero, que arrastra cansancio físico y mental, tiene que armarse de paciencia para atravesar terminales y poder salir de la zona exclusiva de pasajeros, tras haber realizado el debido control policial. En Barajas, por mor de la pandemia, se cerraron algunos accesos, con lo que el caos alcanza ahora su máxima expresión. La pasada semana Abel España y yo estuvimos tratando de vernos, durante más de una hora, en el laberinto de Barajas.

A través de WhatsApp, nos llamábamos, nos escribíamos, nos enviábamos fotos, yo le compartía mi ‘ubicación en tiempo real’… Siendo honestos, en el accidentado encuentro influyó también el hecho de que yo, solo unas horas antes, me hubiese despedido de mis padres; la melancolía minaba mi concentración. Pero, finalmente, pude fundirme en un abrazo con mi querido Abel, después de un año sin vernos. 

Al día siguiente, nos reímos bastante relatándole a nuestro amigo José Manuel Muñoz —con quien me reencontré en el viaje de ida— la patética peripecia de Barajas. «21.000 pasos di ayer, cuando lo habitual suelen ser 10.000, no más de 12.000», confesaba Abel. «Lo gracioso», añadía, «es que, según el GPS, en varios momentos estuvimos bien cerca el uno del otro, ¡pero, claro, tú te encontrabas al otro lado, en la zona de pasajeros!». Con zumba melancólica, le contesté: «Yo siempre estoy al otro lado. Al otro lado del charco, ahora mismo». Tal vez me iría bien aquello que Valente dijo sobre su maestro Cernuda: «Señor de la distancia y lo imposible»---.

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