Opinión

Quedarse dormida

Tardé en aprender lo que Ishiguro tenía que enseñar por miedo al sopor


LA ÚNICA película con la que me he quedado dormida en el cine fue Lo que queda del día, basada en la novela de Kazuo Ishiguro, así que cuando leo que ha ganado el Nobel de Literatura inmediatamente pienso en ese hito personalísimo.

Admiro a los capacitados para las cabezaditas, a los que diez minutos de bus les resetea el cerebro, a los que se echan siestas que son un parpadeo o emulan a Camilo José Cela; me da igual, a los que duermen. Me impresiona que el sueño les sorprenda y que lo ejerzan tan tranquilos porque yo nunca ‘me quedo’ dormida; hago por quedarme, me lo trabajo. Cuando viajo en avión o un tren, siempre recorro el pasillo de noche, un paisaje impresionante con toda esa vulnerabilidad derramada. No se me ocurre mayor fragilidad que la de dormir profundamente rodeado de desconocidos, ni mayor invasión que la mía.

El caso es que a Ishiguro siempre le he tenido una manía muy especial. Muy aburrido había que ser para dormirme a mí, con lo que me resisto. Tardé años en abrir sus libros, como si temiera que nubes de diazepam se propulsasen desde cada página y con Lo que queda del día ni lo intenté, no fuera a darme una catatonia. Sin embargo, una noche, cuando estaba poniendo el sueño al fuego saltando de canal en canal, pillé en la tele recién empezada la película de mis desvelos. Por supuesto, no conocía la historia, aunque la impresión de que en su momento me había dormido porque no pasaba nada resultó ser simultáneamente verdad y mentira. No pasa nada y pasa la vida entera. Es tal prodigio que tuve que leer el libro.


Ishiguro muestra cómo pensamos en los caminos no recorridos


Lo que queda del día es la historia del peor de los arrepentimientos posibles: el de no haber vivido. Un mayordomo se da cuenta cuando ya es demasiado tarde de que quiso y fue querido, de que su fría contención, su absurdo sentido del deber hacia un amo y un sistema que se desmorona, le racanearon una posibilidad irrepetible. Muestra cómo pensamos en los caminos que no recorrimos, cómo siempre tenemos alguno sobre el que nos preguntamos especialmente, cómo primero nos parece imposible el abandono, el riesgo, la vulnerabilidad y después nos damos cuenta de que lo imposible es llamar vida a huir constantemente de todo eso.

Ishiguro, que publica de década en década, escribió el grueso de ese libro en un mes, en un experimento que llevó a cabo en acuerdo con su mujer para ver cómo se puede llegar a avanzar en la escritura si verdaderamente no haces otra cosa. Siempre me gustó que en las entrevistas contara que había sido un pacto con su mujer porque pocos escritores hay que hagan justicia a todas las personas que les despejan los días de cotidianeidades para que vayan a lo suyo.

Pero lo que más me impresiona es que lo escribiera con 32 años, que en esa incipiente mediana edad ya supiese tanto de los peligros de no vivir, del sufrimiento que supone no tener a nadie ante quien mostrarse frágil, de cómo se evita la vulnerabilidad para que no te hagan daño y te acaba lastimando el trabajo de eludirla. Me parece joven para tenerlo tan claro y para la sutilísima forma en la que lo muestra. Todo ahí es un resistirse, un agotador ejercicio de autocontrol que, encima, solo sirve para sufrir.

Ishiguro no me apasiona y su reconocimiento me dejaría bastante fría si no fuera porque, ante él (o más bien ante lo que hicieron con él) me dejé llevar y me quedé expuesta en toda mi vulnerabilidad, durmiendo más de una hora, quizás moviéndome, quizás hablando o quizás produciendo saliva. Por esa puntual bajada de guardia tardé mucho, demasiado, en aprender lo que tenía que decirme. Ahora yo también me pregunto por los caminos que no seguí y sé que, de todas las cosas que he hecho mal, las peores son las que no he hecho.

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