Opinión

La luz pintada de Gaudí, a ras de suelo

EL DÍA que empecé la EGB, en septiembre de 1976, la Sagrada Familia me orientó y me ayudó a ganarme un Geyperman negro de premio. Volvía por primera vez del imponente Sant Ignasi de Sarriá, de la lejana falda del Tibidabo. Mi madre me esperaba en la parada que me tocaba, en el Passeig de Sant Joan, pero yo no salí del bus. Me hicieron bajar en la siguiente, cerca de la Sagrada Familia. Ella se fue para casa alarmada, a llamar al colegio, creo. Al rato aparecí en el portal, supongo que arrastrando el mandil, para no variar. Fruto del gran legado urbanístico de Ildefons Cerdá, el camino me pareció fácil, con el armazón de catedral que era entonces el templo de Gaudí como referencia. Solíamos ir allí a misa, a lo que recuerdo como un galpón en medio de una obra parada. 

Conozco a un señor de Lalín con no muchas luces que al poco de llegar a Barcelona en los 60 se llevó un gran chasco cuando unos parientes lo acompañaron a la Sagrada Familia y vio lo que había. Aunque mi madre utilizaba el templo de Gaudí como referencia de lo inacabable, creo que la previsión de concluirla en 2026 es más fiable que la del Ave gallego.

El cierre de las torres de la Sagrada Familia muestra la herida de una Barcelona que aún está asumiendo el atentado

Entendí el supersónico ritmo de los últimos tiempos cuando el miércoles pagué 58 euros por dos entradas para el sábado por la tarde. Eran las primeras que había sin romper los sanos hábitos beiristas de no madrugar. Incluían la subida a lo que existe del Olimpo de Gaudí, a una de las torres de 135 metros. Al final nos quedamos con las ganas, porque desde el viernes están cerradas "por el atentado", según decían en las taquillas mientras anunciaban que nos devolverían 14 euros.

Es todo un símbolo de la Barcelona de después del 17-A la imposición de visitar a ras de suelo su mayor atracción turística, la que congrega a más de 20 millones de visitantes al año, de los que solo 4,5 millones pagan el muy generoso donativo de la entrada. Algún columnista catalanofóbico de los que padecemos en Galicia sería hasta capaz de decir que a la Ciudad Condal le han bajado los humos. Para mí esta urbe maravillosa está digiriendo con su sabiduría innata la magnitud de una tragedia que aun pudo ser mucho mayor, como muestran la cincuentena de personas que siguen ingresadas en los hospitales; como reflejan los macabros planes frustrados por la explosión de Alcanar y como se veía el sábado en la inmensa marea humana que pasaba, apesadumbrada, junto al templete fúnebre improvisado en la fuente de Canaletas.

Los barceloneses sentían que estaban en la lista bárbara del Estado Islámico, aunque ese temor estuviese disimulado entre las brumas del bucle del procés, ese hámster que da vueltas en la rueda, según la ya célebre metáfora de Jordi Basté, el rey de la radio catalana. Ahora se percibe la sensación de que de momento lo peor quizá ya pasó, por ahora, siempre bajo la duda de la imprevisibilidad que se ha manifestado en otras urbes atacadas.

Y hay difíciles cicatrices por cerrar, como la del fracaso que supone un atentado con catalanes de origen magrebí, en apariencia bien asentados en Ripoll. La antigüedad de la inmigración marroquí a Cataluña propicia que, a diferencia de otras zonas de España, existan amplias segundas y terceras generaciones que, como en el norte y centro de Europa, se convierten con sus realidades de marginalidad y aculturación en el caldo de cultivo para la actual yihad casera y de bajo coste.

La visita a ras de suelo a la Sagrada Familia habría sido un timo en 1976, cuando apenas había las torres. Hoy vale mucho la pena, por la maravilla que hizo Gaudí en la nave central al aplicar su teoría de que la luz es el mejor pintor.

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