Opinión

Dignos, olvidados, solos

Incendio en Vigo


MIENTRAS MEDIA Galicia pedía auxilio y el fuego esprintaba por los montes del país arrasándolo todo, sucedió que los canales de televisión que sostenemos con nuestros impuestos miraban hacia otro lado, no me pregunten por qué. Con los años, el pueblo gallego ha desarrollado un instinto casi sobrenatural para detectar catástrofes antes de que las noticias las confirmen y el pasado domingo, a media tarde, cualquier ciudadano de Pontevedra intuía que algo terrible estaba sucediendo en algún lugar indeterminado de la provincia con apenas mirar al cielo y leer entre líneas, una advertencia fétida y tenebrosa que se abalanzaba sobre nosotros en el más absoluto silencio.

Ardía Galicia, nos informaron mucho después, excitado el fuego por las malas intenciones de un supuesto comando terrorista, la insolidaridad de Portugal y unas condiciones climáticas que suelen conformar la antesala del horror, el ya tristemente famoso factor 30. Durante horas -demasiadas- las únicas noticias sobre lo que estaba sucediendo llegaron a través de las redes sociales, las radios y las webs de periódicos como este, una bofetada en el orgullo de los petulantes canales de televisión que amenazan la existencia de la prensa escrita presumiendo, sobre todo, de su imbatible inmediatez. Mientras el fuego devoraba nuestro mayor tesoro, la televisión pública gallega emitía una reposición de un famoso programa de humor; la española dividía sus tres canales entre una película horrenda, un documental indeterminado y el análisis de la situación política en Catalunya; y las privadas se dedicaban a lo que suelen dedicarse habitualmente: a nada. Ni una palabra sobre lo que estaba sucediendo en Galicia, ni una sola imagen de los fuegos en nuestros montes.


Sobre las causas de los incendios ya está todo dicho y a nadie le falta razón


Cuando por fin llegaron, lo que apareció en nuestras pantallas nos heló la sangre y nos partió el corazón: decenas de incendios por todo el sur de Galicia, pueblos cercados por las llamas, gente de toda condición acarreando agua en cubos y plantando cara al infi erno forestal con poco más que arrojo y dignidad. El foco informativo saltaba de un lugar a otro y en todos ellos se percibían las mismas presencias y las mismas ausencias: otra vez, comprendimos, nos habían dejado solos. "Lo hicimos todo sin las instituciones, sin poderes que nos coordinasen, como si hubiese sucedido hace 30 años", declaraba días después Miguel Uclés, presidente de la plataforma de bomberos públicos de Galicia. "Cuando hacía falta ayuda no la hubo. Ni estaba la UME ni el resto de profesionales de los que se hablaba. Éramos pocos trabajando, sin apenas capacidad de reacción, y fue gracias a los vecinos que pudimos dar batalla al fuego".

Acostumbra la política a inmiscuirse en los análisis de un modo tan perverso que uno termina por maquillar la realidad para evitar que lo etiqueten y lo destierran a una trinchera. En un escenario cabal, las autoridades deberían ser capaces de reconocer los posibles errores cometidos mientras que sus rivales políticos se abstendrían de arrancar un puñado de votos amparados por la desgracia y el dolor de sus semejantes: nunca sucede así. También los periodists, opinadores y demás fauna de a información deberíamos mirarnos en el espejo y replantearno qué estamos haciendo con esta profesión, con su espíritu de servicio público. Casi de antemano, uno sabe qué se puede encontrar en una u otra cabecera y aunque no sea ese el problema que ocupa a nuestros montes, sin duda ayudaría a que los actores principales se tomasen más en serio la asunción de responsabilidades.

Sobre las causas de los incendios ya está todo dicho y a nadie le falta razón. Todos sabemos el problema que supone el minifundismo habitual de nuestros bosques, el abandono del rural y, por ende, de las masas forestales que antaño formaban parte principal de nuestra vida diaria. Sabemos también que el eucalipto se ha instalado entre nosotros como una especie de plaga bíblica, que conlleva intereses asociados, y que entre nosotros conviven desalmados e imprudentes a partes iguales, las manos que acostumbran a prender la primera mecha. Tampoco se debería esquivar la realidad de lo sucedido el día de autos. Convendría reconocer la evidente escasez de medios y coordinación, detectar los errores cometidos para poder corregirlos en un futuro tan próximo que, escúchenme bien, ya está aquí: con un clima cada vez más endurecido e imprevisible, no tardaremos en afrontar de nuevo una jornada tan negra como la del domingo pasado.

Hoy, muchos gallegos lo han perdido casi todo, algunos incluso se dejaron la vida entre las llamas y el abandono. La furia desatada por el fuego nos ha regalado estampas dantescas en parajes que lucían amables y paradisíacos hace apenas una semana, bastos mantos de verde enérgico ahora cubiertos por una ceniza negra que ensucia hasta nuestros pequeños recuerdos. Una de las más escalofriantes, al menos a mi parecer, es la fotografía de una perrita que traslada a su cachorro calcinado entre sus fauces, con los ojos llenos de tristeza y cierta incomprensión frente a lo sucedido, como si de algún modo nos estuviese preguntando qué estamos haciendo con nuestra tierra, con esta Galicia que es la casa de todos, también la suya. De algún modo, todos podemos reflejarnos en el rostro de ese animal resquebrajado, incapaz de comprender por qué pero con la dignidad intacta. Y es que, por muchos que pasen los años, Galicia sigue siendo la viva imagen del amor propio hecho pueblo. Aunque nos quemen. Aunque nos olviden. Aunque tengamos que luchar siempre solos, como perros.

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