Opinión

Balada de Zapapico con Bóveda al fondo

(Esta columna va para Avelina Fernández, enorme profesora de historia y, lo que es más importante, amante de la misma que confiesa leerme con regularidad. Agradecido de corazón, compadezco a Doña Avelina por tan penosa tarea. Pobriña). Comienzo. Sylvia es fea. Ramón, guapo y atlético. Sylvia es idealista. Ramón también. Sylvia es neoyorquina, Ramón catalán. Sylvia y Ramón, comunistas ambos, militan sin embargo en facciones antagónicas: Sylvia profesa el trotskismo, Ramón admira a Stalin. A Ramón lo adiestra el NKVD, el antecedente del KGB soviético.

Pero aclaremos algo antes de continuar. Trotsky es, en los años treinta, el judío errante de la URSS, un apestado político a quien nadie acoge. Sylvia va a París a una reunión trotskista. Ramón, tras un encuentro aparentemente casual, se hace el encontradizo, amistad a Silvia y, novios ya, viajan por separado a México: primero él, luego ella. Allí, gracias a la generosidad de su presidente, Lázaro Cárdenas, Trotsky ha logrado asilarse. Ramón se muestra a Sylvia como absolutamente apolítico. Por su parte, hermética con cualquier referencia a Trotsky, Sylvia va paulatinamente abriéndose a Ramón y contándole las costumbres del viejo chivo en su casa de Coyoacán: cuidar conejos, leer, redactar manifiestos y artículos.

Qué paradoja: Trotsky, responsable de muchas muertes en Kronstadt, teme, paternal y tuitivo, que los conejos coman hierba húmeda: les hincha el estómago. La casa de Trotsky es un fortín, y luego del atentado frustrado de Siqueiros, una fortaleza. Stalin ha ordenado la muerte de Trotsky: es la única figura intelectual y política en el exilio capaz de opacarlo. Pensador irredento, el cerebro de Trotsky pesa tras su muerte un kilo quinientos sesenta gramos, cuando uno normal no pasa de uno cuatrocientos.

Marxista, materialista dialéctico, ateo e ideólogo de la revolución bolchevique junto con Lenin, Trotsky crea el Ejército Rojo, pero critica a Stalin y Stalin castiga con Siberia o el fusilamiento no solo la disidencia, sino la más mínima discrepancia. Trotsky, bien informado, sabe que será asesinado por un español. Tras el fallo del artista Siqueiros, Ramón Mercader, que ese es su primer apellido, es comisionado para acabar con Trotsky.

Presentado a León por Sylvia el 20 de agosto de 1940 entra en la casa con el pretexto de que Trotsky le corrija un artículo, sobrevenida, fingidamente interesado por la política.

Los guardias que deben impedir el acceso a cualquier español son burlados: Ramón no es Ramón Mercader. Ramón es un personaje creado por el NKVD, el belga Jacques Mornard, un empresario exitoso. Y lo más importante, con sus credenciales, incluido pasaporte, perfectamente falsificadas. Un asombroso dominio del francés completa el pego.

Pero volvamos a Coyoacán, a ese 20 de agosto. Mornard (o Ramón) lleva gabardina; qué raro, piensa Natalia Trotsky: el día es caluroso; la excusa de Ramón es perfecta: amenaza tormenta y puede llover. En realidad, el impermeable de Ramón sirve para ocultar un zapapico de escalador, además de una pistola y un estilete. Las órdenes, terminantes: Trotsky debe morir.

Trotsky, quien gusta de leer haciendo acotaciones, se sienta en la silla de su mesa de despacho y corrige; Ramón, tenso, pasea el despacho hasta que se ubica detrás y, tras unos momentos de indecisión, alza el zapapico y se lo clava con toda su alma a Trotsky en la cabeza; Trotsky se levanta lanzando un aullido-lamento, que alerta a su seguridad, y se abalanza sobre Ramón mordiendo rabiosamente su mano; Ramón suelta el zapapico y, llegados los guardias, es golpeado brutalmente hasta que Trotsky alcanza a decir, descalabrado y con parte de su masa encefálica desparramada “no le matéis, que diga quién le envía”.

La furibunda reacción de Trotsky al ataque de Ramón, según sus forenses, proviene de su corazón, mucho más grande de lo normal. Cuando carean a Ramón Mercader con Sylvia Ageloff, Sylvia le escupe, le llama cobarde, traidor y suplica que lo maten allí mismo; luego, la impresión de saberse utilizada por el asesino de su carismático líder la desmaya. Ramón cumple 20 años en la prisión de Lecumberri.

Luego, vía Cuba, viaja a la URSS. Es homenajeado con la máxima condecoración del Estado soviético, la Orden de Lenin, goza de todo tipo de privilegios pero no logra adaptarse a la vida en Moscú. Consigue permiso para residir en la Cuba castrista, donde fallece, dicen que envenenado por la radiactividad contenida en un reloj que le han regalado los servicios de inteligencia bolcheviques, para los que ya resulta molesto.

Hasta morir, coherente con su ideología y su militancia, Ramón mantiene que el asesinato de Trotsky era políticamente imprescindible, y que él había cumplido con su deber. Sin embargo, así se lo comenta a sus más íntimos y a siquiatras y sicólogos encargados en el proceso de dictaminar su posible demencia, jamás se libera del alarido de Trotsky, que define como algo infrahumano, bestial, terroríficamente lastimero. Ramón Mercader argüía haber matado por obediencia debida, pero toda su vida estuvo marcada por un permanente dialogo con su conciencia.

Al borde la muerte, confesó que el bramido de Trotsky se había convertido en una suerte de carcoma obsesiva. Se comprende. Puesto en conocimiento de su futura misión, el deterioro síquico de Mercader impregna de tal modo su aspecto que parece enfermo. Y ello pese a su condición de combatiente en la guerra civil española, donde incluso resultó herido. No sé por qué, pero al pelotón de fusilamiento de Bóveda me llevó lo de Mercader. Deambulando por los seis centímetros y medio de zapapico que clavó en la cabeza de Trotsky, reflexiono sobre aquellos Guardias de Asalto sorteados. Leyenda urbana o no, se cuenta que un día antes andaba uno por Pontevedra buscando recomendación para liberarse de tan penosa tarea. Feliniano pero creíble: España siempre ha sido muy de recomendaciones. Al margen del toque chusco, qué resaca tan trágica embargaría a ese grupo de homicidas forzados después de que el oficial que los manda ordena descansar armas.

Bóveda era, esencialmente y amén de un gran economista, un hombre bueno, hay una extraña unanimidad en eso. Un día, al socaire de haber escrito algo sobre él y Filgueira me paró alguien por la calle: “Perdone. Usted es Sartier ¿verdad? Leí su artículo. Bóveda dio contabilidad a mi padre en una academia, y mi padre comentaba que además de un gran profesor, era una bellísima persona”, me dijo.

Aterrador. Cómo vivir con normalidad tras apretar el gatillo sobre un ser indefenso; cómo después de verle caer como un polichinela. Cómo continuar adelante con la mochila de un recuerdo tal sin que pudra tu mente hasta enloquecerte.

Cuenta Xerardo Álvarez en su libro que, tratando de irse de España y gestionando el pasaje con su sobrino, el hijo de Bóveda, llamaron en alta voz a éste; Xerardo había dado el nombre de su sobrino porque, estigmatizado por el franquismo, buscaba máxima discreción en su salida casi clandestina: “¡Alejandro Bóveda!”; entonces, de entre los que esperaban se levantó un anciano y preguntó “¿Usted es hijo de Bóveda?”, “sí”; el anciano, estrechándole la mano, rompió a llorar como un niño.

Quién sabe. A lo mejor era ese anciano el guardia de asalto que, un atardecer en Pontevedra, buscaba recomendación para no tener que disparar.

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