Opinión

Condena para descarriados

DETERMINADAS EXPRESIONES de insatisfacción ante los resultados electorales transmiten dudosa calidad democrática en el fondo y la forma. Los resultados no coinciden con las expectativas y deseos personales y, por tanto, los que votaron se equivocaron. Se duda y hasta se cuestiona de la representatividad de esos votos. Es una soberbia moral absoluta que lleva al desprecio y pretendida deslegitimación de las decisiones democráticas. No hay, por supuesto, demanda de análisis de por qué no se cumplieron esas expectativas frustradas, ni autocrítica. Curiosa valoración: fallan quienes eligen y no quien no logra apoyos para él y para lo que propone. Se llega incluso a descalificar como inmoral la opción y el voto ciudadano por una opción democrática de derecha. Esto no se diferencia en nada de aquellas ‘orientaciones’ electorales que daban algunos obispos, o incluso el conjunto episcopal, para, confundiendo la procesión con el mitin, llevar el agua a su molino. Según estas condenas al electorado que decidió lo que no esperaban otros -una admonición diferente a la episcopal pero excomunión al fin y al cabo, laica, eso sí-, no fallaron los partidos y líderes que perdieron votos, no bajó la cotización de sus propuestas, lo que realmente falló es que fueron a votar quienes no deberían. Incluso, habría que prohibírselo. No es más exagerada esta interpretación que algunas afirmaciones que se oyen y leen después de la real sorpresa por la moderación de la noche del 26-J. Descalificar y poner en cuestión la validez y calidad del voto de las personas mayores es la prueba evidente del distanciamiento de la realidad. Vivimos en un país de viejos en el que parece que se ha desatado la gerontofobia, según diagnóstico del nada sospechoso Manolo Rivas. Hay líderes ciudadanos que parecían emerger y la atizaron contra todo el que tuviera una imagen mental, aunque fuese borrosa, de la Transición.

Comentarios