Opinión

La patata caliente del feísmo

E STA SEMANA, en las páginas de este diario se publicó el balance de las actuaciones de la Axencia de Protección da Legalidade Urbanística (Aplu) durante el pasado año, que en la provincia de Lugo supusieron el derribo de 14 edificaciones y la imposición de 74 sanciones, y también un caso de un vecino de O Corgo, que comenzó a construir una casa sin licencia y que ahora tiene que hacer frente a una sanción judicial de más de 400.000 euros, a pesar de que la vivienda, a medio construir, está ya legalizada en el PXOM recientemente aprobado. Son claros ejemplos del descontrol urbanístico que se registra en el medio rural, un feísmo casi endémico en el paisaje gallego al que la Xunta ha intentado poner freno en diferentes ocasiones sin conseguirlo. Ahora lo intenta de nuevo con otra versión de la Lei do Solo, una normativa en la que se amplían las competencias de los ayuntamientos en la materia, una responsabilidad que los organismos locales ni quieren ni pueden asumir. 

Por el momento, y a la espera de lo que depare su aplicación, la nueva Lei do Solo ha traído algo positivo, aunque fuese de rebote. En los últimos meses, antes de la aprobación de la normativa por el Parlamento, numerosos municipios de la provincia le dieron luz verde de forma inicial a su Plan Xeral de Ordenación Municipal (PXOM) y, por lo tanto, iniciaron la organización urbanística de su territorio, algo que hasta el momento rozaba la utopía. ¿Por qué hubo tal premura? Partiendo de que, como reconocen los propios urbanistas, para algunos políticos y para muchos propietarios de terrenos la mejor planificación es la que no existe, los concellos decidieron iniciar la tramitación de sus PXOM, porque la nueva legislación exige la existencia de este tipo de normativas, pero, además, impone muchos más requisitos y exigencias que las actuales.

Sin embargo, disponer de una adecuada normativa para la ordenación del territorio no es suficiente para evitar desmadres. Lo más difícil, por lo menos en este caso, no es elaborar la normativa, aunque lo cierto es que no hay muchos ejemplos de un PXOM que agrade a todos los vecinos, sino su posterior ejecución y el control sobre el cumplimiento de las directrices aprobadas. Ahí reside la clave del problema, porque la nueva Lei do Solo otorga a los organismos municipales unas competencias en este ámbito que, hasta el momento, no asumían los concellos más pequeños y que, ahora, tendrán que cumplir, pero con desgana y escasos recursos. 

Por una parte, está el problema meramente material y es que los ayuntamientos pequeños no suelen tener en plantilla a un arquitecto o técnico semejante, porque no se lo pueden permitir económicamente, y los servicios de urbanismo son generalmente atendidos por un profesional que visita el despacho muy pocos días al mes y que, habitualmente, es compartido con otro u otros concellos cercanos para reducir los costes. En este sentido, los alcaldes, alguno de los cuales ya ha mostrado su malestar por la nueva normativa, alegan que se les otorgan competencias pero sin fondos para financiar los medios que precisan. 

Por otra parte, está el problema de hacer cumplir la ley y sancionar a los que no lo hagan. Muy pocos alcaldes están dispuestos a enfrentarse a sus vecinos para exigirles que terminen una casa a medio construir y, mucho menos, para obligar a uno de sus ciudadanos a demoler un edificio, aunque lo haya construido sin licencia o con un permiso para hacer un alpendre que acabó con tres plantas de altura. Ni se les pasa por la cabeza, porque saben de antemano cuál va a ser la reacción de los vecinos que se solidarizan inmediatamente con los afectados y son capaces de mostrar un respaldo tan sólido que no es la primera vez que la Xunta opta por paralizar una orden de demolición, como ocurrió hace años en Becerreá, cuyo pueblo, con el alcalde, Manuel Martínez, al frente impidió la actuación de las excavadoras. 

El problema es difícil y se arrastra desde los años sesenta del pasado siglo, pero si lo que se pretende es buscar una solución, al margen de las normativas, de los controles, de las sanciones y de las demoliciones, la mayoría de las cuales son auténticas tragedias familiares, resulta imprescindible concienciar a los ciudadanos de que no se puede hacer lo que a uno le venga en gana. Parece, según los datos de la Aplu, que las infracciones se van reduciendo año tras año y que los alcaldes ya no dicen eso de "ti vai facendo, que despois xa amañaremos", pero todavía queda mucho por hacer para disfrutar de un medio rural semejante a la campiña inglesa o francesa.

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