Opinión

Una década sin Fraga

También en esto el tiempo hace su trabajo. El décimo aniversario de la muerte de Fraga tendrá un escaso eco. Los suyos, su familia y su partido, le recuerdan con una sencilla ofrenda floral y una misa en su Vilalba natal. Feijóo —que nunca lució la etiqueta de fraguista— volverá a declararse admirador de su figura y deudor de su legado, aunque ya se sabe que no fue Don Manuel, sino Rajoy, quien le tuteló y le aupó para que alcanzase el liderazgo del Pepedegá. Mejor así, piensan muchos en el partido, porque hoy estaríamos en otro escenario. El viejo patrón no estuvo nunca acertado a la hora de encontrar delfines adecuados, hasta el punto de que en varias ocasiones se relevó a sí mismo. Desde 2012 han pasado muchas cosas en un país que ya no es el mismo. Estos diez años sin Fraga han sido la década prodigiosa de Feijóo, que a punto está de romper los techos del fraguismo que aún quedan en pie.

Ha trancurrir todavía algún tiempo para que se haga justicia a la figura de Fraga. A mucha gente le sigue costando reconocer que la España contemporánea no ha tenido nunca un político tan preparado e inteligente. Desbordaba sabiduría. Era una enciclopedia andante. Estaba muy por encima de todos los presidentes de Gobierno con los que le tocó lidiar en su tiempo, desde Carrero Blanco a Zapatero. Y no digamos del propio Franco. De ahí que sintiera una cierta frustración y hasta un resentimiento histórico. A él le sobraban méritos, además de ambición y coraje, para presidir España. Fue uno de los artífices de la Transición y atrajo a la senda democrática a los restos del franquismo, que se fiaron de él precisamente porque también había servido al Régimen. Sin embargo, las urnas nacionales nunca le fueron propicias. Es más que comprensible su decepción.

Desde la Xunta, desde el compromiso con Galicia, siguió sirviendo al Estado, eso que permanece cuando cambian los gobiernos y hasta los regímenes

Hay que entender también que para él, que había sido embajador y ministro y que aspiraba a ser presidente del Gobierno de España, la Xunta fue algo así como un premio de consolación. Le quedaba pequeña. Por eso la engrandeció, para que el cargo se acomodase a su talla como estadista. Desde San Caetano, además de gobernar Galicia a su estilo, mantuvo una notable presencia en la política nacional e incluso internacional. Se esforzó en seguir siendo el gran referente de la derecha ideológicamente conservadora y a la vez pragmáticamente reformista. Y lo logró al tiempo que situaba a la comunidad gallega en Champions League de las autonomías, solo unos años después de estar a punto de descender a la segunda división.

Galicia le correspondió con creces. Se entregó a Fraga casi incondicionalmente. Nunca perdió aquí unas elecciones. Encadenó cuatro mayorías absolutas (rozó la quinta, ya octogenario y con achaques). Y en su tierra gallega pudo reinventarse. Tuvo la oportunidad de escribir un luminoso capítulo final en su extensa biografía política, una etapa que casi le redime de su pecado original, de los años al servicio de Franco. No tuvo que renunciar a su españolismo y sin embargo lo ejerció desde una galleguidad que empezó siendo gestual y acabó condicionando tanto su acción como su pensamiento. Desde la presidencia de la Xunta, desde el compromiso con Galicia, siguió sirviendo al Estado, eso que permanece cuando cambian los gobiernos y hasta los regímenes. Esa era su primigenia vocación, a la que consagró toda una vida. Y dos, si las hubiera tenido.

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