Opinión

Ciudades exánimes, un mal de país

En el entramado urbano gallego hay distintos modelos de ciudad. A Coruña y Vigo, las más pobladas y pujantes, ejercen de referencia de la Galicia Norte y la Galicia Sur, respectivamente, aunque ninguna de ellas sea la capital, papel que por razones históricas —y también por su centralidad geográfica— recayó en Santiago de Compostela. En A Coruña radica el nervio administrativo y Vigo aún puede presumir de ser el motor industrial de la comunidad, a pesar de que ya no es lo que era. Aunque la una conserva un cierto halo pequeño-burgués y en la otra sigue mandando un ya atenuado obrerismo, ambas son urbes llenas de vida, con una dinámica propia, que hacen frente a las crisis a bases de esfuerzos por reinventarse y adaptarse a las exigencias de la modernidad incluso en su conformación urbanística y poblacional. En su entorno y a su amparo han crecido unas potentes áreas metropolitanas que a su vez tratan de replicar a su escala el mismo modelo urbano, incluso mejorarlo, porque no se resignan a seguir siendo ciudades dormitorio.

También hay en Galicia ejemplos de ciudades que, por unas u otras razones, están de capa caída, no levantan cabeza desde que entraron en crisis y que parecen patéticamente resignadas a su suerte. El caso de Ferrol, que aún en los 80 era la tercera urbe gallega por población, tiene un diagnóstico claro. Desde que la Armada le dio la espalda y el naval entró en barrena, o sea desde que le cortaron el oxígeno económico del Estado del que se nutrió durante siglos, la rancia ciudad departamental ahonda en su declive. Se percibe en las calles y plazas, no solo del destartalado casco viejo, un galopante deterioro que tiene su correlato en el desánimo general de sus habitantes. Allí —he ahí la más grave patología— el futuro constituye un temor desasosegante en lugar de una esperanza a la que agarrarse . Cunde la impresión de que la cosa puede ir a peor y que el remedio ya no está en manos de sus clases dirigentes, que como los ciudadanos de a pie, perdieron hace tiempo la autoestima.

Donde está pendiente un análisis en profundidad de las causas últimas de sus males es en Ourense. Su pulso cívico se viene debilitando en las tres últimas décadas hasta desembocar en la actual anemia ciudadana aguda, que lejos de dar la más mínima muestra de mejoría, va camino de cronificarse. Los principales actores de la vida pública, los dirigentes políticos, los agentes económicos, sociales y hasta culturales, lejos de hacer autocrítica, se sacuden su cuota de culpabilidad y se arrojan unos a otros sus responsabilidades, enfangando un debate que a fin de cuentas no conduce a ninguna conclusión constructiva. Tan solo genera un desmoralizador bucle de reproches estériles, tan pernicioso como la interesada confusión de las causas y los efectos. ¿Es la inestabilidad política la que origina el desánimo de la ciudadanía o más bien es la apatía del común de los ourensanos, llevada al extremo por su propia inercia, la que acabó degradando las instituciones hasta situar en la cúpula del poder local a un populismo pernicioso y desquiciado, que hasta hoy se realimenta políticamente del desastre que contribuye a agravar?

Ferrol y Ourense son ciudades exánimes, cuerpos sociales enfermos de gravedad. Es como si estuvieran en la UCI, pero solo a efectos de observación clínica, sin ciudados, simplemente sobreviviendo a duras penas a la espera de un remedio —probablemente una terapia de choque— que les devuelva el ritmo vital antes de que sea demasiado tarde. Y no solo para ambas urbes. No son los ferrolanos y los ourensanos, o quienes viven en sus entornos más cercanos, los que sufren las consecuencias de los males que las quejan. Su decadencia no es un problema local, sino de país. Sería preocupante que el resto de los gallegos no estuviera percibiendo los daños colaterales de las situaciones críticas de Ferrolterra y Ourense. Porque haberlos, los hay. Sería una muestra más de que Galicia padece una endeble conciencia de sí misma como comunidad y que no es más que una mera y desestructurada aglomeración territorial de localismos sin apenas sentido de pertenencia a una unidad superior. Así es al menos como puede ser percibida desde fuera. Una visión desoladora.

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