Opinión

La legitimidad del poder

NI TODO poder viene de Dios, como decía San Pablo, ni ningún poder se tiene y ejerce por la gracia de Dios.

Rechazado el origen divino del poder y reivindicada su naturaleza laica o civil, el poder sólo se justifica por la legitimidad de su ejercicio.

Ningún poder se mantiene sin que quien lo ejerza observe una conducta intachable y un comportamiento ejemplar.

Precisamente, los últimos acontecimientos que rodean y menoscaban la figura del rey emérito, Juan Carlos I, relativos a su conducta, nos demuestran que ningún poder está exento ni libre del juicio público y eso exige que su conducta y comportamiento sean intachables y diáfanos.

Es penoso que el legado de Juan Carlos I haya sido mancillado por un comportamiento que no supo hacer honor a su legitimidad

Es penoso que el legado de Juan Carlos I haya sido mancillado por un comportamiento que no supo hacer honor a su legitimidad de ejercicio para justificar el poder, ya que, precisamente, en las monarquías hereditarias, siempre ha de recurrirse a la conducta de su titular para enjuiciar y juzgar la legitimidad de su mandato.

Quienes ejercen el poder deben tener presente, en todo momento, las palabras de San Isidoro, cuando decía, refiriéndose al Rey, "Rey eres si obras rectamente, si no, no lo eres". Por ello, la mancha o deshonestidad que se produzca en la conducta de un gobernante lesiona la totalidad de su mandato y la integridad de su poder.

Resulta lamentable que un buen comportamiento pueda malograrse por fallos puntuales de conducta, pues si ésta no es modélica y ejemplar, tanto pública como privada, su titular pierde toda legitimidad y arruina su prestigio.

Solo quienes mantienen íntegra su reputación y conducta dentro de los límites de la honestidad y el sentido del deber se hacen acreedores al respeto y aceptación de sus conciudadanos, pues nadie tiene, como antes se dice, el poder por la gracia de Dios, ni nadie lo puede ejercer si, con su conducta, no se gana la simpatía, el afecto y, sobre todo, la aceptación y aprobación de sus semejantes.

El recto poder no se puede ejercer con una conducta deshonesta y ésta es la que mancilla todo el mandato por muy legítimo que sea en su origen.

Todo poder, sin legitimidad de ejercicio, se convierte en abusivo, tiránico o despótico.

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