Opinión

Covid-19: espacio para la responsabilidad y autonomía

El espacio de la responsabilidad es ancho y complejo, decía la filósofa Victoria Camps. Y el de la autonomía no lo es menos. La responsabilidad se cultiva y se practica y las oportunidades cotidianas para tal ejercicio han de ser aprovechadas con el objetivo de ir consolidando las condiciones subjetivas de su aparición. Hay un aprendizaje, "un hacerse responsable" (decía Aranguren) de modo que asumir la responsabilidad es, ciertamente, un proceso paulatino por lo que la responsabilidad implica un nivel elevado y decisivo de madurez moral que conlleva la renuncia al refugio normativo externo (heteronomía), al amparo en las circunstancias, y a eximirse en las excusas. En algún sentido, el cultivo de la responsabilidad se torna en autorreferente y supera los conceptos más restringidos de obligación o deber en tanto que los abarca y los supera. Y lo hace, creo yo, a través de la autonomía.

Es una obviedad decir que la autonomía va más allá de la libertad en tanto que exige la capacidad de decidir por uno mismo y de autorregularse. No es lo mismo ser libre para elegir que autodeterminarse en la elección adoptada. Esa voluntad de elegir por sí mismo es lo que llamamos libertad moral o autonomía y a ella se refería, entre otros, John Stuart Mill cuando reivindicaba la libertad individual no solo contra el paternalismo de Estado, sino contra todo aquello que pudiera condicionar al individuo hacia elecciones fuertemente mediatizadas por la costumbre, la corrección política o por un pensamiento coyunturalmente dominante. 

Decidir desde uno mismo no es sencillo: requiere esfuerzo y valor. En verdad, hay que tener mucho valor para ejercer la verdadera autonomía. Pero también se requiere un proceso educativo consistente y sólido, antiautoritario, imaginativo, y anclado en la formación de la conciencia moral responsable. Al igual que la responsabilidad, la autonomía (moral) es ejercitable y cultivable. Formar personas responsables, que no necesiten recurrir a la norma escrita o el precepto dogmático externo, que aprendieran a pensar críticamente y a explicar y justificar sus decisiones, acciones u omisiones, fueron durante bastantes décadas los objetivos de los últimos sistemas educativos en los países occidentales. Al menos sobre el papel, por supuesto (ese papel que todo lo aguanta).

El trinomio moral-responsabilidad-autonomía son inseparables de tal modo que, bien entendido y tomado realmente en serio, es la amalgama sobre la cual se puede cimentar la capacidad de nuestros ciudadanos (y ciudadanos en ciernes) de responder de un modo adecuadamente ético, responsable y autónomo ante situaciones sociales conflictivas y dilemáticas. Y de responder ante uno mismo y ante los demás.

La pregunta, hoy, es si estamos listos para la «nueva normalidad». Constantemente, desde las instituciones se nos insiste en la necesidad de llevar a cabo un comportamiento social y profesional responsable con el fin de no retroceder a situaciones de confinamiento. La responsabilidad ciudadana se nos antoja indispensable para abatir el Covid19, un virus que ya se ha cobrado demasiadas víctimas personales y económicas. La relajación con la que parte de la ciudadanía (en especial la ciudadanía en ciernes o la más joven) está afrontando el proceso de desescalada, tirando las recomendaciones a la basura, resulta suficientemente indicativo del grado de responsabilidad y autonomía que muestra por lo que no resulta baladí ni tampoco pesimista concluir que el sistema educativo debiera revisar con profundidad sus bases éticas. Pero lo más lamentable es que determinadas instituciones políticas insistan en la necesidad de extremar las precauciones en los primeros momentos de la nueva normalidad a la vez que entreabren las puertas a la posible irresponsabilidad social fomentando o permitiendo determinados actos sociales. O confían en exceso en la responsabilidad y autonomía ciudadanas o realizan un doble juego perverso y peligroso. El tiempo dirá.

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