Opinión

Lapidación láser

NI PUTA GRACIA. Tener aquellos pelos negros como negro es el azabache de tus ojos, amarrados como clavos a mis blancas y flacas piernas, me amargaba la existencia. El verano se estaba acercando y no sabía cómo explicarle a mi madre que no podía seguir posponiendo mi primera depilación. Todas lo hacían. Con 12 años mi mejor amiga ya se pasaba la sílkepil de sus hermanas como una chica mayor e insistía en recordarme que no podía seguir así. Pronto un chico se fijaría y empezaría un acoso grotesco por el colegio en plan "lobezna" o "marimacho" y ya no podría morrear como tanto había practicado con el dorso de mi mano. Los chicos me ofrecerían las cuchillas de sus padres con las que se empezaban a quitar el incipiente mostacho, y las chicas considerarían que era demasiado poco femenina para jugar con ellas. Aunque las faldas nunca fueron lo mío, a esa edad ya pasaba de ponérmelas debido al velludo estado de mis extremidades inferiores. Se acercaba mi muerte social y ni siquiera sabía quién era Frida Khalo.

Hasta en varias ocasiones le había comentado a mi madre la preocupación que me suscitaban mis piernas peludas y ella me miraba con ternura asegurándome que aquellos pelos negros que dibujaban carreteras y autopistas de doble carril con peaje sobre mis piernas eran simples "pelillos" o "pelusilla". En aquella época, mi madre no estaba en absoluto concienciada con el bodyshaming ni con el bullying y le parecía hasta gracioso que yo quisiese cortarme las piernas antes de mostrarlas desnudas. Supongo que pensaría que la tontería de la depilación se me pasaría como se me pasaron las ganas del Línea Directa que pedí hasta en tres navidades y que nunca me trajeron, porque sabían que algún día tendría un teléfono móvil de verdad. Cualquier niña medio espabilada habría cogido una cuchilla de su padre para rasurarse, pero yo no. Yo era una caguica. Me habían educado en la perniciosa teoría de la confianza absoluta, así que podría cortarme las venas con la Gillette azul antes que pasármela por las piernas sin pedir permiso. Mi madre se había ganado mi confianza a base de una estudiada manipulación con la que me hizo creer durante toda mi infancia que en realidad ella no era mi madre, sino mi mejor amiga. Mamá traicionó nuestra amistad el día que le dije, muy contenta y confiada, que me había tirado a uno después de dejar a mi primer novio.

Pronto un chico se fijaría y empezaría un acoso grotesco por el colegio en plan "lobezna"


Cuando ya el asunto de los pelos me parecía insostenible y aquel matojo atravesada las mallas Nafta que me ponía para fardar en el recreo, le dije que me iba a pasar la cuchilla sí o sí. Fui tajante, alardeé de seguridad y me prometí a mí misma mostrarme inflexible. Después de repetirme la cantinela de que aún era muy joven para depilarme y, supongo que por verme tan desesperada, finalmente me dejó hacerlo con la condición de usar su máquina eléctrica del año 94 en lugar de una sencilla cuchilla porque si me rasuraba me crecerían el triple. Mamá pensaba lo mismo de los pelos, los lunares y los granos "si te quitas uno te salen muchos más". Así que cogí aquella máquina infernal que ella nunca se había atrevido a usar, pero el ruido ensordecedor no me frenó. Tampoco el olor a quemado de su motor. Ni la sensación de estarme despellejando viva. Cerré los ojos y apreté los dientes muy fuerte mientras una lagrimita caía sobre mi pómulo derecho para aterrizar en la protuberancia de mi barriga infantil porque tetas no tenía. El trabajo acabó con la mitad de los poros sangrando y una alegría inusitada de camino al cajón de los bikinis.

Mamá pensaba lo mismo de los pelos, los lunares y los granos: "si te quitas uno, te salen muchos más"


Pronto mi madre se olvidó de la prohibición de las cuchillas y más tarde vinieron las tardes de sufrida cera hirviendo. Hace unos ocho años una chica de un gimnasio consiguió convencerme para probar la depilación láser que hacían allí mismo, en la parte de atrás, muy en plan peluquería china. La que hacía la depilación podía ser monitora de spinning, florista, dependienta en un sex shop o camarera de Carabás, pero os aseguro que de técnicas sanitarias andaba más bien escasa. Durante varios días aguanté una tortura insoportable que habría elevado la sílkepil del 94 a la categoría de masaje exfoliante. La Darth Vader de la depilación ignoró cada una de mis quejas. Si le decía que me bajase la frecuencia porque no aguantaba, me respondía con un "es que así no te quito nada" y "esos pinchacitos son normales, mujer". Al cabo de unos días paré el tratamiento. Tenía las piernas llenas de quemaduras y, cuando fui allí dispuesta a denunciarla, me convenció para comprar una fantástica crema anti quemaduras que era una ganga porque además era hidratante y venía con una bronceadora de regalo.

Cerré los ojos y apreté los dientes muy fuerte mientras una lagrimita caía sobre mi pómulo derecho


Ahora que prácticamente todas mis amigas lucen ingles y piernas suaves como el culito de un bebé todo el año, yo continúo con mis tradiciones: no depilarme hasta que no sea estrictamente necesario (cada vez menos), soportar los tirones de la cera y jugarme la vida con un posible tétanos cada vez que recurro desesperada a esa cuchilla añeja y oxidada que siempre está en la repisa de la ducha. El otro día le dije a Kiko Novoa en Radio Galega que yo no me hacía la "lapidación láser" porque me habían quemado, y, oye, la equivocación no pudo ser más acertada

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