Opinión

La culpa es de las madres

SEPTIEMBRE DE 2009. El Defensor del Menor de Madrid remite un escrito a la Fiscalía de Menores para que actúe de oficio en la defensa de Andrea Janeiro Esteban, la hija de sus conocidísimos padres, ante el menoscabo constante a su intimidad y vida privada por parte de su madre. Unos días después, una exaltada Belén Esteban, aterrorizada ante la posibilidad de perder la custodia de su hija, utilizaba el prime time de Telecinco para jurar a los españoles que ella, por su hija, mataba. Aquel “yo por mi hija mato (MA-TO)” se convirtió en un grito de guerra que fue reproducido por multitud de madres en multitud de tertulias públicas y privadas para demostrarnos lo que ya sabemos: el amor incondicional que (casi) todas las madres sienten por sus retoños.

Pero unos cuantos años antes de ponerse en plan sicaria del arrabal, Belén Esteban era grabada desde el exterior del hotel de Canarias donde se alojaba con su hija. Aprovechando la supuesta intimidad que le brindaban aquellas paredes, la princesa del pueblo, convertida ahora en madre, le gritaba desquiciada a su hija un contundente y sonoro “Andrea, coño, cómete el pollo”.

Y ahí, en nuestra soberana representante, es donde reside el oxímoron de la maternidad. La constante contradicción entre el más intenso de los amores y las profundas ganas de matar. Porque yo no soy madre, pero nací hija. Y cuántas veces mi madre deseó habernos abortado a cada uno de los tres, cuántas veces nos culpó de sus desdichas, cuántas, amenazó con coger esa puerta y largarse. Que qué necesidad habría de dejarnos sin puerta además de huérfanos. A veces usaba una sutil violencia, especialmente contra mi hermano Manu, que era el que siempre se las merecía. Y después volvía, arrepentida, para pedir perdón entre sollozos y aclararnos que “las hostias de una madre nunca duelen”. Mientras, presumía de nosotros a quien la quisiese escuchar, y a quien no, dos tazas. Y así, sin Fiscalía, pero con mucho amor, es como me crié yo, con una madre que a los 25 tenía tres hijos a los que se tenía que dedicar a tiempo completo, trabajando dentro y fuera de casa, mientras mi padre hacía malabares para llegar con el tiempo justo para acostarnos.

Resulta que la periodista Samanta Villar acaba de publicar un libro en el que habla de la decisión de ser madre, de la infertilidad, del proceso de ovodonación y de la pérdida de calidad de vida cuando llegan los hijos. Importando el discurso de las madres arrepentidas que puso de moda la socióloga israelí Orna Donath, Samanta reconoce abiertamente que su vida no ha mejorado por ser madre, que sus mellizos consumen todas sus energías y que, desde luego, no se siente más feliz desde que tiene hijos. Las previsiones del marketing acertaron y los hooligans de la maternidad no tardaron en llegar, horrorizados por las declaraciones de Villar, mientras esgrimían argumentos a favor de la renovada calidad de vida maternal. O mis amigos y amigas con niños mienten como putas (un trabajo en el que saber mentir es un arte) o los primeros años de vida de un bebé son algo parecido a ese bucle espacio-temporal que se crea cuando intentas darte de baja en Vodafone. La comunicación no fluye. Vives en el desquicio. El infierno.

Perder la paciencia y la vida intentando conseguir que el bebé deje de llorar, que duerma, entender qué le duele. Volverse loca pensando que el bebé puede morirse atragantado, asfixiado, ahogado. De un golpe de fiebre. No reconocerse en el espejo. Encerrarse meses en casa. Dejar el trabajo. Perderlo. Ser madre, y luego nada más.

Samanta no se ha caído de un guindo. Es una mujer de 41 años que ha buscado la maternidad por diversas vías, que ha abortado y ha vuelto a intentarlo y que ya ha confesado que volvería a hacerlo. Claro que quiere vender libros. Como todo el que los escribe. Pero debemos entender que el discurso de madres agotadas no es nuevo: lo han estado siempre, pero no lo podían ir celebrando por ahí.

La raíz del problema es política. Porque la maternidad y la conciliación son problemas políticos. Y no sólo de las mujeres. De esas mujeres que según el INE siguen dedicando el doble de horas a la crianza que los padres. De ésas que se ven apartadas una y otra vez de su carrera profesional si deciden ser madres. De las que son condenadas al ostracismo, a importantes diferencias salariales (especialmente a partir de los 35 años), de las que no pueden intercambiar horarios con sus parejas porque ellos no piden -o no les conceden- reducciones por paternidad. De las que siguen esperando a que el padre llegue a tiempo para darles un baño, acostarlos, leerles un cuento. Ésas. Las culpables.

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