Opinión

Anatomía de una respuesta

RECIÉN LICENCIADO, muy joven aún probé en una multinacional. La cosa iba de volar por el mundo redactando contratos de compraventa, locales en capitales importantes. Qué más da qué empresa. Test, exámenes psicológicos. El día entero contestando. Una respuesta -una- impidió mi contratación. Estaba preparado -dijeron- pero aquella respuesta, aquella en concreto (contesté cientos) me alejaba del trabajo. El azar. Dependemos de la suerte, de un segundo de tiempo, de un sí o un no, propio o ajeno, que determinan nuestro futuro. Le pasó a Bóveda . Lunes, 20 de julio. El gentío deambula por Montero Ríos , Alameda y las escaleras de la Diputación, sede del Gobierno Civil. Estamos en la Pontevedra de 1936, aquel tiempo del que Ramón Piñeiro dijo que el lugar más seguro era el frente. En la retaguardia no paseabas, te paseaban. En la Diputación permanecen Acosta Pan , gobernador civil y Alexandro Bóveda. (Alexandro, él firmaba Alexandro). A la Diputación llegan los capitanes Casal y Sánchez Cantón con un piquete de ocho soldados, un cabo y un sargento. Y una batería. Ordenan sacarles las fundas a los cañones y los apuntan al frontispicio. Suben apresuradamente. En el despacho del gobernador conminan a Acosta y a Bóveda a rendirse. Acosta, resignado, acepta. Bóveda dice que solo obedece a la autoridad legítima, o sea el gobernador y que seguirá su destino. La situación se distiende y amistosamente comienza una charla. Cantón comenta a Acosta y a Bóveda una preocupación: sus hermanas están en Lalín para pasar el verano. No sabe nada de ellas. Bóveda, con una humanidad intuida cuando Filgueira dejó el Partido Galeguista y dijo de él que lo vería siempre como un obrero de la causa del galleguismo, le ofrece a Cantón el teléfono para informarse con el alcalde. Cantón agradece pero rehúsa: cómo va a utilizar el teléfono de un edificio público que ha tomado en virtud de un Bando militar; no obstante, añade, quedaría muy agradecido si le hacen la gestión. Bóveda mira a Acosta y obtiene su aprobación. Telefonea. Las hermanas de Cantón tienen que estar bien -dice el alcalde- porque allí la normalidad es absoluta. Cantón agradece el gesto pero Bóveda, paradójicamente, acababa de firmar su sentencia de muerte. Situémonos ahora en el salón de plenos de la Diputación. Nueve de la mañana de un catorce de agosto de ese trágico 36. Un horno. La muchedumbre se agolpa frente a las cristaleras y se derrama por las escalinatas. No cabe un alma. Comienza el consejo de guerra contra Bóveda. Rivero de Aguilar , el fiscal, comunica por Isidoro Millán a Álvarez Gallego , cuñado de Bóveda, que la condena será cadena perpetua. La familia suspira. La alternativa es el fusilamiento. En el juicio, Rivero está cómodo. Se gusta. Conozco esa sensación: una sala repleta, una atención desmesurada, un papel protagónico (Rivero, en el juicio a Bóveda, debería explicarse en las escuelas de práctica jurídica como ejemplo de mala praxis acusatoria). Rivero interroga a Cantón. Cantón declara que el comportamiento de Bóveda fue en todo momento correcto, facilitando las cosas y sin obligarlo a emplear ningún tipo de violencia. Apoya su testifical en la llamada telefónica a Lalín. Cantón quiere salvar la vida de Bóveda. Rivero, inicuo, hábil como un depredador paciente que aguarda cobrarse su pieza, pregunta: «Bóveda usó el teléfono oficial del gobernador ¿no?». «Sí». «Y entonces ¿no implica ello autoridad, una intervención decisiva de Bóveda? ¿No supone que mandaba allí?», apostilla inquisitivo Rivero. «No lo sé», contesta Cantón;. Insatisfecho, deliberadamente capcioso Rivero toma el descabello. Y clava la muerte: «Pero es lógico que lo deduzca ¿verdad?», y Cantón, acorralado, que responde en un segundo apenas, «puede ser». Un rumor asustado, un terror pegajoso recorre la sala. Mandar en el gobierno civil implica desobediencia al Bando recién promulgado, introducirse en el delito de rebelión. La pena de muerte. Todos comprenden que dos palabras, solo dos, acaban de condenar a Bóveda. Si la respuesta hubiese sido «no, no lo deduzco», Alexandro habría salvado la vida porque el testimonio de un militar en consejo de guerra, testigo de la defensa, haría prueba plena de descargo. Tres días después, cinco y cuarto de la mañana, diecisiete de agosto, Bóveda, en capilla, escribe a su mujer: «Adios, vidiña. Vive para los pequeños y los viejos. Sé tú, mi pequeniña, la más valiente de todas. Velaré siempre por vosotros». Luego abraza a Álvarez Gallego y le regala la pluma. Mete las fotos de sus hijos en el pecho y sube a la camioneta. Hace frío. Se arropa levantando las solapas y el cuello de su americana. Bóveda semeja un cordero inocente al que van a degollar. Su familia oye los tiros. Media hora después, sobre la mesa de autopsias de San Mauro , su cuñado, llorando, besa su frente y abraza su cuerpo. Todavía caliente sobre el mármol frío.

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