Opinión

Paciencia

ES SÁBADO por la mañana. Víspera del Domingo das Mozas. Toca hacer compra. La gorda, la que se hace para toda la semana. A la salida del parking del Mercadona que hay en la calle Vila Verde se monta una buena. Toda una tropa ha aparcado en el tramo peatonal que lleva a la puerta principal del supermercado. El mismo espacio, de poco más de cien metros, que sirve como vía de acceso y salida para los usuarios del garaje, tanto de los clientes del área comercial como de los vecinos del edificio en cuyo bajo está ubicado. Con uno de los hipotéticos carriles ocupado por los vehículos estacionados, al salir del subterráneo me topo con tres coches que tratan de acceder al aparcamiento. Detrás de mí, una señora con mucha prisa comienza a darme bocinazos desde su BMW serie 5. Parece que los asientos de cuero gris le queman el culo. Como puedo, hago maniobras y consigo abrir un pequeño hueco para que los conductores que vienen de frente consigan llegar a la puerta. Es una cuestión de lógica. Para que podamos salir los que estamos dentro, otros tienen que entrar primero y dejar libre el vial. Pero la tipa no razona como yo. Aprovecha el pobre vacío que he logrado crear a golpe de volante para colarse. Se pone en cabeza del pelotón que trata de abandonar el lugar. Los que vienen en sentido contrario, tres o cuatro, empiezan a dar marcha atrás. Se arriman aquí y allá o salen a la calle principal. Se arreglan como pueden, pero unos minutos después la mujer sale del atolladero con un acelerón impaciente. Los demás tardamos algo más por el desbarajuste que ha montado. Da lo mismo, al poco rato vuelvo a ver su montura en doble fila en una de las perpendiculares a San Roque.

Del supermercado al parque. Está lleno de niños, y de padres. También de mierda. Está todo más sucio que el palo de una gallina. El recinto se ve ajado, como si la última vez que echaron mano por él fuese en el siglo pasado. Mi heredera, que aún está desarrollando sus aptitudes motoras, trata de subir a la rampa que da acceso a uno de los toboganes del recinto. Una cría que ya está en ella le suelta un par de patadas al grito de "tú no, tú no". Uno de los golpes le da en un brazo, nada grave. Aguardo por la reacción de la madre. Llega al momento, pero no en forma de disculpa. "Déjala, no ves que no te hace nada", le explica al fruto de su vientre. A cuadros, me quedo. Supongo que ni siquiera se molestó en mirar qué cara ponía el papá de la otra criatura. Tampoco levantó la cabeza del móvil la progenitora de otra pequeña que, días atrás, se tiró media hora meciendo a su muñeca mientras ocho o nueve churumbeles hacían cola para subirse al columpio.

Al llegar a casa, veo frente al portal, en el suelo, una copa vacía de Estrella Galicia y los restos de suciedad de una larga noche. También a unos cuantos perros sueltos que, como es habitual, pasean por la plaza mientras sus dueños charlan entre sí. Algunos, los más civilizados, están atentos y sacan bolsas para recoger la caquita cuando a los animales se les afloja el vientre. Otros ni se inmutan cuando los despreocupados cánidos se van por la pata abajo. Qué más da que en la plaza jueguen habitualmente niños pequeños. Si meten el pie en uno de esos pastelillos, o incluso la cara, ya se encargarán sus padres de limpiarlos. Cada uno a lo suyo. El que no esté contento que se ponga. No puedo olvidar el día en el que un adolescente tardío me invitó a comerle el apéndice que cuelga del bajo vientre cuando le pedí que, al menos, sacase al chucho del tobogán del parque infantil.

También distingo ante el edificio la pegatina de color ácido que la Policía Local deja para avisar a los conductores de que su montura ha sido retirada por la grúa. Alguien había estacionado su vehículo frente a la puerta, de tal manera que había que maniobrar para poder salir a la calle con el carro de un bebé. Si algún vecino se hubiese puesto enfermo, habría que evacuarlo en helicóptero. Otra persona, en este caso una conductora, trata de ocupar el sitio que ha quedado vacío. Me tomo la molestia de advertirla. Oye, mira lo que le pasó al otro por dejar así su coche. Me contesta con un tono poco agradecido. "Es que no veo el vado". Quién me mandará a mí. En serio, quién. Me veo en la obligación de explicarle un pequeño detalle. Puede que la Policía Local, la alcaldesa o el mismísimo maestro armero hagan la vista gorda si el automóvil no molesta, porque estamos en plenas fiestas de San Froilán, pero querida usuaria de un vehículo a motor, estás intentando dejar tu automóvil en una zona peatonal.

Para acabar de rematarla, cuando dejo mi coche en su plaza, me encuentro de morros con un tipo que guarda el suyo en el mismo garaje. Le doy los buenos días, pero el fulano ni me mira. A lo mejor le caigo mal, pero no me conoce de nada. Será tímido, o un puñetero maleducado. Tampoco es para tanto, pienso, pero regresa a mi cabeza aquella frase que mi padre decía con cierta frecuencia. "Dios, dame paciencia o quítamela de todo".

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