PERTENEZCO a esa generación de niños de ciudad educada en castellano porque el gallego, por aquel entonces, era cosa de aldeas. Afortunadamente, ese tipo de clasismo idiomático se fue superando y hoy me siento felizmente bilingüe. Sin embargo, a estas alturas de artículo ya creo que se habrán dado cuenta de que tengo un idioma dominante. No lo hago a propósito ni lo considero una falta de respeto hacia la otra lengua. Pero es que me sale así, inconscientemente, por mucha rabia que me dé a veces.
Tengo amigos a los que les pasa exactamente igual, pero al revés. Y si esto ocurre con alguien que no entiende gallego se cambia al idioma común sin problema, igual que hace cualquier catalán o euskera parlante cuando les digo que no entiendo ni papa de su lengua. Pero en el fragor de un debate en el Congreso, donde la fuerza dialéctica es esencial para expresar lo que se quiere y como se quiere decir, cada uno debe tener el derecho de usar su lengua dominante, por mucho que a Ayuso le moleste y diga que el pinganillo solo traduce al castellano.