Opinión

Vivir con la enfermedad del olvido

TIENE 73 AÑOS Y diagnosticado un deterioro cognitivo, preámbulo del alzhéimer. Su memoria se ha vuelto selectiva. La inmediata está cautiva. Pero la que es a largo plazo se resiste. A los que conviven con ella no deja de sorprenderles que no recuerde dónde acaba de dejar apoyadas las gafas o la cartera y que en cambio sea capaz de recitar de pe a pa los nacimientos y las desembocaduras de los principales ríos españoles, que estudió hace unos 60 años, o que le ponga nombre y apellidos a un vecino de la infancia que no ha vuelto a ver.

Es más irascible. Se le ha agriado el carácter. Peca de desconfiada. Esconde cosas, sean valiosas o no

No ha perdido la sonrisa, pero se ha hecho introvertida. Apenas interviene en las conversaciones de grupo. Su locuacidad ha tornado en profundos silencios, rotos solo cuando dialoga con alguien de su edad sobre el pasado remoto. Pero en ese caso el intercambio de palabras acaba convirtiéndose en un bucle. En segundos se repite. Hace la mismas preguntas una y otra vez, aunque el interlocutor se las haya respondido hasta la saciedad.

Es como si se evadiese, como si se automarginase por miedo a meter la pata, aunque no tiene problemas para expresarse. Una conocida, que también deambula hacia la conocida como enfermedad del olvido, adopta esa posición defensiva porque muchas veces no sabe llamar a los objetos por su nombre y recurre a la palabra chisme para tratar de identificarlos.

Es más irascible. Se le ha agriado el carácter. Peca de desconfiada. Esconde cosas, sean valiosas o no. Elige lugares insospechados de la casa y después, en un plazo inmediato, no recuerda el tesoro que ocultó, ni su escondrijo.

Todavía dispone de cierta autonomía para vestirse y asearse por su cuenta, eso sí sin que le pierdan de vista, o para ayudar en algunas tareas del hogar. Aunque estas se alargan más de la cuenta por su pérdida de habilidad. Su familia no le permite cocinar porque más de una vez se dejó una sartén al fuego, con el consiguiente riesgo para su integridad y para la de sus vecinos. Sencillas tareas diarias, como ir a la compra o al banco o manejar dinero para pagar, están ahora vetadas para ella.

Establecen turnos para poder compatibilizar su cuidado con sus obligaciones

Le cuesta reconocer la enfermedad que padece, ni tampoco acepta que ya no puede vivir sola en su casa. Sus hijos, emparentados y con descendencia, se han hecho cargo de ella. Establecen turnos para poder compatibilizar su cuidado con sus obligaciones.

Desde hace 15 meses acude de lunes a viernes a un centro de día. Realiza actividades: talleres de memoria, repaso a la actualidad, manualidades, visitas guiadas... Allí recupera parte de su autoestima. Por unas horas se siente útil. Colabora con los monitores estando atenta a las personas mayores que se encuentran en peor estado de salud que ella.

La confirmación temida. Ese deterioro ha sido lento, pero progresivo, desde que los augurios de los suyos, que veían como lo que parecían ingenuos despistes iban día a día a más, los certificaron hace seis años los neurólogos que la examinaron al comprobar como las elementales preguntas que le formulaban a no hallaban la respuesta adecuada. Ese cuestionario se le hacía más cuesta arriba cada vez que acudía al uno de los especialistas.

Esos test incluían desde memorizar tres palabras, peseta-caballo-manzana, que debía repetir en ese orden cada vez que el facultativo se las preguntaba a lo largo de la consulta, hasta marcar las horas en un reloj de agujas; contar de 50 para atrás de tres en tres o responder a cuestiones sobre el breve relato que le contó el médico. Además, tenía que explicar en dónde se encontraba su domicilio y citar los nombres de sus hijos y nietos.

La incidencia de la llamada epidemia silenciosa es de uno a tres casos por cada 1.000 habitantes entre 65 y 70 años

En ese cuestionario tampoco faltaban preguntas de actualidad, como identificar al presidente del Gobierno o a los reyes, o de cultura general, como saber la capital de España. Algunas de esas pruebas aún siguen teniendo hoy una tranquilizadora respuesta, otras han quedado en el olvido.

Para intentar ralentizar ese deterioro los especialistas recomiendan llevar a la práctica el célebre dicho de mens sana in corpore sano. Los pacientes deben ejercitar la memoria, por ejemplo con crucigramas u otros pasatiempos, y realizar actividades físicas, como caminar o hacer gimnasia. Hibernar en el sofá viendo la caja tonta es contraproducente.

Unos recursos débiles. El incurable alzhéimer es la enfermedad más común entre las personas mayores. La incidencia de lo que también ha dado en llamar epidemia silenciosa -cuando aparecen los primeros síntomas ya se ha producido el daño cognitivo- es de uno a tres casos por cada 1.000 habitantes entre 65 y 70 años. La proporción se eleva de 14 a 30 a partir de los 80 años. Esa situación se agrava en Lugo, que, junto con Ourense, es la provincia española más envejecida. Va camino de que un tercio de su población supere la barrera de los 65 años.

Si las plazas en geriátricos para personas que se valen por sí mismas escasean, para asistidos todavía más. En la capital lucense solo hay dos residencias de la tercera edad que son públicas. Desde que en 1977 se construyó la de As Gándaras -hay una espera de más de un año para poder ingresar-, no se ha puesto en marcha otra. Y la demanda se ha multiplicado. Entonces el municipio tenía unos 65.000 habitantes y hoy en día un 50% más.

Las familias echan en falta más plazas en residencias y centros de día públicos y un programa de desahogo

No hay plazas públicas y las privadas son caras, así que son las familias las que se hacen cargo de los enfermos. Suelen ser las mujeres las que realizan el papel de cuidadoras. Ese amor que ponen en el empeño no es suficiente ante el desasosiego, la angustia y la frustración que produce ver como el camino se hace cada vez más cuesta abajo. Por más que sus allegados se esfuercen es difícil discernir entre aquella persona que conocíamos y el enfermo en el que se ha convertido.

El paciente sufre, sin percatarse de su irrefrenable deterioro, y el familiar también, por los dos. Por eso los especialistas, como en cualquier otra patología que requiere de atención las 24 horas del día, hacen hincapié en que los cuidadores deben estar frescos.

Desde la Fundación Alzhéimer España advierten de que «no sirve de nada que se agoten, tanto física como psíquica o emocionalmente» porque eso se traduciría en «una disminución de la calidad de los cuidados que le proporciona a su familiar, en un contexto de acoso, nerviosismo y tensión: ‘¡Ya no puedo más!’».

Es en esa situación en la que se echan en falta programas para el desahogo de esos cuidadores: voluntarios o profesionales que los auxilien, que les den un respiro, una medida que debería cubrir la ley de dependencia, que ha quedado reducida a una mera utopía. Precisan tiempo para dedicarse a sí mismos, horas de ocio o simplemente de descanso para desconectar, para cargarse las pilas con el fin de que puedan prestar la debida atención, como desean, a su amado paciente.

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