Opinión

La ciudad de las meninas

Todo se observa, todos nos observamos, abstraídos, en una muestra efectiva de posibilidades e imposibilidades, de egos y fobias, de ambiciones y frustraciones. El placer está en el otro, en lo otro. En la intención de posesión de aquello que, consciente o inconscientemente, atrae. El encantamiento momentáneo sería la consecución, el incorporar a la colección de instantes una caricia o un objeto. Como un legado del compositor y pianista ruso Alexander Scribian, "soy un momento de eternidad iluminada, soy afirmación, soy éxtasis".

Si, cual plano del Metro, cada persona dejase tras sí una estela de color, es probable que diseñase el mapa de la distancia en la proximidad, de los afectos e incomprensiones de cada tribu entre las tribus, de cada soledad entre tanta red de relaciones distanciadas o atadas para siempre. De un suburbano con una profunda sima entre andenes, pero que finalmente alcanza el mismo destino incomprensible. Las vidas tienden a pegarse —a colarse— en dibujos de caracteres, entendimientos, diversidades, culturas, exhibiciones, egos. La tribu nace de la tribu, de lo personal a lo colectivo todo se enreda para tornar a la idiosincrasia.

La ciudad, poblada de mobiliario urbano, repleta de símbolos e indicaciones, parece abstraída en su propio ambiente, como en tantas obras de arte o literarias. La vida se compone de un collage de momentos, la literatura de palabras y pensamientos. La urbe es, en si misma, un corta y pega, e incorpora hallazgos y lamentos urbanísticos, aportaciones naturales, señales confusas y parpadeantes, edificios que inquieren el cielo, zonas ajardinadas, cruces, espacios para vehículos ruidosos y eléctricos, pasos de cebra destinados a otros animales rayados, los peatones; mareantes rotondas, museos fascinantes, fuentes y alcantarillas, escaparates de banalidades atrayentes, estadios, colegios, hospitales. Capa sobre capa, las cosas logran sobreponerse a su caos mediante el hábil juego del diseño, incluso consiguen adquirir personalidad, característica, diferenciarse entre tanta propuesta metropolitana, y hacerse atractivas para los públicos y consumidores. De eso sabe mucho mi amigo Emilio Gil, con quien converso al respecto.

Son las vidas las que pasan. Las que se trenzan en la urbe, cogidas de la mano o ignorándose, unívocas o diversas, plurales, pero siempre entremezcladas, como diluyéndose ensimismadas para construir, entre todas, una sociedad con sus bamboneantes características. El resultado: una peculiar aleación de ideas, ambiciones amalgamadas, una composición de circunstancias, afanes, aventuras, alienaciones y preludios inconmovibles. Cada uno compone su relato, su experiencia, su biografía y trata de hacerlo atractivo para sí mismo o para los demás.
 "La sociedad, que con tanta frecuencia se opone mentalmente al individuo; está integrada totalmente por individuos y uno de esos individuos es uno mismo", como dejó dicho Norbert Elias (1897-1990), sociólogo judío-alemán. Todas las poblaciones se parecen, pero también se diferencian, adquieren su pátina, su personalidad. En sí mismas son el expositor de una cultura que se exhibe para cuantos la conforman. Son "una hoguera de vanidades", como diría Tom Wolfe.

Es un día distinto. En Madrid, las Meninas han salido a la calle. Permanecen coloristas, arreboladas, y estáticas en cada confluencia de las avenidas hechas museo. Preeminencia de capital. Las niñas de familia noble que entraban en palacio a servir a la reina o a sus hijos han rebordado los cuadros para retornar a las esquinas. Esta vez lo hacen sin oficio, ni antiguo ni reciente, más pintadas que las dueñas irredentas de la calle Montera.

Madrid son muchos pequeños fragmentos: calles, plazas, mercados, barrios, museos, suburbios, cines, teatros, incluso Meninas abigarradas de museo o a pie de calle, verdades, mentiras, apariencias. La ciudad cosmopolita, acogedora, se sabe hecha de múltiples mundos, de culturas divergentes, de propuestas y de incomodidades. La ciudad no tiene límites, se expande en collages, también se estropea en grafitis ególatras y sucios, en cabinas telefónicas en desuso.

Madrid, como otras ciudades, se hizo nuestro con nosotros dentro, nos deglutió mientras lo admirábamos. Es el marco perfecto para, en una esquina de Goya con Velázquez, disertar, aun con mascarilla, sobre la creación artística, discutir en torno a las últimas tendencias estéticas o intercambiar posturas. El covid acabará por ser una anécdota pasajera, controlable, y entonces la Cibeles bailará el chotis con Neptuno. La urbe será de nuevo reclamo universal para la vida, para el turismo, para todos. Hay que cuidarla con esmero para disfrutarla y compartirla con salud, para que sirva de modelo a otros lugares.

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