Opinión

Pared con pared

PODRÍA PARECER una obviedad, pero su relación con los vecinos comenzó cuando era una niña. Vivía en un edificio al que el ascensor llegó cuando contaba ya con diez velas en la tarta. Dos vecinos por planta. Pisos de largo pasillo y forma de ele.

A la hora de la cena comenzaba el trajín: llamadas al timbre constantes que decían cosas sin sentido y que empezó respondiendo ella y pasó a responder siempre la madre de la familia entre cenas, baños, lavadoras que tender y demás historias. No había más adultos entonces en casa.

Cada día el timbre sonaba más veces, desde la hora de la cena hasta altas horas de la madrugada, en las que la pequeña despertaba a veces sí, a veces no. Según aumentaba el número de timbrazos, se iba generando más movimiento en la escalera: subían y bajaban vecinos, personas de la calle…... En las conversaciones de mayores entendía más bien poco pero atisbaba que algo sucedía en el piso de al lado. Acababa de ser alquilado a un chico joven. Antes vivían allí los propietarios: un matrimonio con dos hijos que habían creado cierta amistad con sus compañeros de planta.


Nunca viviría en un chalé, salvo que fuese adosado; se ha acostumbrado a las vidas de los otros


El Progreso dio la clave de lo que pasaba. La pequeña cogió el periódico justo después de ver a su familia gritar en torno a una página. Leía perfectamente y de comprensión lectora tampoco andaba mal, aunque se le escapase algún detalle. Era la página de contactos y en la dirección estaba su casa: calle tal, número tal, piso tal. Sin letra. De ahí el follón. Todos los que iban a contratar los servicios que ofrecía aquel anuncio por palabras pulsaban uno u otro timbre aleatoriamente. Tardaron unos meses en irse aquellos chicos del edificio. Y cuando se fueron, dejaron historias para el ascensor recién colocado del tipo "tenían sal en las esquinas de las habitaciones".

Cuando llegó a su primera casa como persona independiente (en la convivencia que no en la cuenta corriente) una vecina llamó a su puerta para pedir que le dejase saltar el balcón y llegar al suyo para entrar a por la maleta para irse de viaje. No es que la vecina quisiese con esta técnica mostrarse cual Indiana Jones, es que se le había quedado la llave rota dentro de la cerradura, le salía el tren y no solamente tenía que pasar a su piso, es que tenía que hacer el camino de vuelta. Con la madurez que da el dormir sola en un piso y la inexperiencia en el trato directo con los vecinos, aceptó la propuesta y tembló cuando vio a la vecina saltar de un balcón a otro del cuarto piso.

Luego se mudó a un bajo. Parecía que estaba todo más controlado cuando una mañana de domingo, ya durmiendo acompañada, oyó un estruendo. La primera reacción fue saltar de la cama y abrir la puerta. Vio pasar algo corriendo entre sus piernas. Un grito de veinte segundos de duración y un salto a la cama señalando el suelo hicieron que a su acompañante prácticamente le diese un infarto. Cuando estaba tratando de definir lo que había intuido que había entrado en casa, una supuesta rata negra, aparecieron en el bajo los vecinos del tercero. Se les había caído al patio su gato y había roto varias macetas.


El Progreso dio la clave de lo que pasaba. Era la página de contactos y en la dirección estaba su casa


Se vio subida a la cama, en camisón, con dos adolescentes mirando todas las esquinas de su casa, que eran pocas porque vivía en treinta metros cuadrados, y no reaccionó. Pero tuvo que hacerlo, y bajar de la cama, porque el minino se había colado bajo las maletas y zapatos de invierno que ocupaban el espacio entre el somier y el suelo y se había situado, asustado, en un rincón entre unas botas y una manta vieja. Cuando los adolescentes lo recuperaron, se fueron diciendo que tenía más de siete vidas: resultaba que eran habituales los saltos al vacío del felino.

Al poco tiempo, también un fin de semana, fue la policía –dos mozos de paisano– la que se presentó una mañana mientras dormían. Mostraron la foto de una chica, mientras ella pensaba que estaba viviendo una escena de película, de nuevo en camisón, y le preguntaron si sabía quién era aquella mujer. Claro que sí, agente, respondió ella metida en su papel, es la vecina del tercero, tiene dos niños adolescentes y se les cae siempre el gato. Le recomendamos que no tenga relación con ella. Es peligrosa, está en busca y captura. Como su gato los domingos, pensó ella. Pero dejó de hacer bromas cuando la vio salir, a las dos horas, con una maleta y el pelo de otro color.

Entonces pensó que los vecinos habían formado siempre parte de su historia, y ahora que apenas si tiene para contar que la del B canta ópera e interpreta canciones de Jennifer López a la hora de comer intercalando las canciones con discusiones con sus hijos. Lo único relevante es que hubo una famosa en el edificio. Y además se podría decir de ella que "siempre saludaba".

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