Opinión

No se llama Jane

Tampoco tiene nada que ver con Tarzán, es la historia de una chica que hizo feliz a otra brindándole una peculiar amistad. Sin Chita.

JANE NO se llama Jane. Pero puede llamarse como quiera. Cuando era niña, en una clase de Gallego, levantó la mano muy dulcemente para preguntarle al profesor cómo podía darse de baja como gallega. Estaba indignada con lo que estaba pasando a su alrededor. 

Lo mejor de ella es que siempre tuvo el suficiente sentido del humor para contar sus cosas, de manera que dijese lo que dijese, sacaba una sonrisa al de enfrente. Es de esas pocas personas que sigue siendo así, no dejó atrás su manera de ser niña dulce e inteligente, sigue conversando con esas maneras naturales que tienen las niñas que ya saben de lo que hablan pero hacen ver a los adultos que no. 

El profesor de Gallego, nuevo en aquel colegio, tuvo que preguntarle hasta tres veces qué es lo que quería decir. Ella lo explicó sin apenas pestañear y desde entonces, aquel recién licenciado la miraba con cierto temor. Ella se entretenía escribiendo poesía y pasándose notas con una compañera. Pero aquellas dos criaturas tenían tanta literatura encima que las pequeñas notas hechas bola no alcanzaban sus inquietudes, de manera que convirtieron los papeles que vuelan de mesa en mesa en cualquier clase con una buena socialización de alumnos, en unas cartas larguísimas que metían entre las hojas del libro de Sociales. Coñecemento do Medio, se llamó luego la asignatura.

Lo peor es pensar que Jane y su amiga podían haber sido carne de acoso escolar

Aquellas dos muchachas trataban de conocer su medio, y apuntaron en una hoja, en modo adolescente, qué estarían haciendo cada una de ellas veinte años después. Lo tenían todo absolutamente claro. Y apenas fallaron. Las empresas en las que ellas situaban su vida laboral no coincidieron, por una cuestión de soberbia de la edad de los granos, pero sus profesiones fueron aquéllas, sus vidas fueron aquellas que aparecían en aquel folio. 

Cuando cumplieron los dieciséis, cambiaron de clase, de manera que las cartas dejaron de tener tanta frecuencia, los guiños del día a día se fueron y la relación se fue enfriando. Se dejaron de ver y de hablar durante años. 

Se recordaron, encontraron sus cartas en cada mudanza, estudiaron, se cambiaron de ciudad… y cada vez que aparecía un joven de la realeza europea en la televisión o en la revista Hola, ella sonreía pensando en Jane. Es que Jane había decidido firmar con el apellido de este futuro príncipe, dando por sentado que sería su futuro marido. 

Era una especie de juego que las otras chicas adolescentes no entendían: ellas apostaban porque sus vidas fueran sus profesiones y sus pretensiones estaban muy alejadas de los cuentos de princesas que les leían de pequeñas y de las películas de Disney de las que cantaban canciones. Por eso, la firma real era un guiño a todo aquello, era una mofa entre ambas hacia lo que ellas creían que era ‘lo establecido’. 

Por eso, cuando se encontraron de nuevo, bastantes años después, apenas si se preguntaron nada. Se hablaron, se sonrieron, se pusieron al día con un par de fotos de sus retoños, y de lo profesional apenas si hablaron porque para eso estaba Google. 

En otra etapa de la vida muy distinta a la que compartían en el colegio, seguían teniendo la misma unión que entonces, la de dos mujeres (ahora sí) que nunca se habían sentido identificadas con las etiquetas. Ni eran adolescentes que siguieran grupos de moda, ni forraban carpetas con actores famosas, ni tampoco sentían, con los cuarenta en el DNI, que su posición y su gusto por la vida fuese la de sus coetáneas. 

Su relación ahora era a distancia, también por escrito, aunque a través del móvil en lugar de las cartas en los libros. Seguían siendo dos mujeres con una vida muy normal, pero con un interior bastante peculiar. 

Cuando uno no se siente parte del grupo en el que lo enmarcan, el alivio llega casi siempre de la mano de otro. Otro que tampoco se sentía arropado. En ocasiones, esta manera de acurrucarse cierra a la persona. Otras veces, como en el caso de Jane, sirve como reflejo: tenía delante a una niña como ella, y encontró tiempo después también a una mujer con dudas distintas a las que aparecen en las revistas de moda. Tampoco leía Jane la SuperPop, era más de la Muy Interesante. 

Lo peor es pensar que Jane y su amiga podían haber sido carne de acoso escolar. Lo mejor es pensar que supieron integrarse sin ser iguales y que los demás entendieron su manera de ser y de hacer sin darle demasiada importancia. Porque eran niños. Porque ninguno era igual. 

¿Lo entenderían ahora en una cena de exalumnos?

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