Opinión

El valor de una joya

FLOR VIVÍA sola desde hacía tantos años que ni recordaba si alguna vez había vivido acompañada. Vivir sola implicaba tener una visita a la semana de su familia, que pronto se convirtió en una visita cada quince días. La familia de Flor era su hermana y poco más: sus sobrinos eran dos y uno vivía fuera, así que todo se reducía a esas pequeñas visitas y alguna comida familiar. Flor se hizo mayor sin darse cuenta. Demasiado mayor para su gusto, incluso. Pero era irremediable. Trataba al menos de compensar los años que le pasaban por encima vistiéndose como si los cuarenta nunca hubieran avanzado, aunque casi los duplicaba ya.

Era ese vestir en ocasiones el que hacía que Flor pareciese una parodia de sí misma. En el barrio la conocían y la querían, llevaba toda la vida en la misma casa, y los mayores que, como ella, paseaban la zona, recordaban a sus padres y la vida de Flor cuando era niña y joven. Nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca formó lo que llaman su propia familia y siempre fue feliz. Pero con los años, la soledad se presentaba alguna mañana de invierno y se le hacía bola.


La soledad se presentaba alguna mañana de invierno y se le hacía bola

Fue siempre una mujer abierta y encantadora, sin problemas para entablar conversación por aquí y por allí, desde la panadería hasta el restaurante de la esquina, pasando por los distintos bancos de la calle donde siempre se encuentra una charla sobre el tiempo y sobre la vida. En su ánimo de mantener la elegancia iba con frecuencia a peluquerías, centros de manicura y clínicas de estética. Nunca se había operado, pero siempre se entretenía con algún tratamiento novedoso.

El barrio cambió mucho con el paso de los años que Flor no asumía, y fueron llegando nuevos habitantes, nuevas tiendas, e incluso nuevos centros de estética. Fue en uno de estos establecimientos donde Flor entabló cierta amistad con sus dueños. No hacía mucho que habían llegado a la ciudad y ellos aparentaban sentir también la soledad. Flor descubrió pronto que se sentía mejor en su compañía, y pasó de hablar con ellos en el centro a quedarse al cierre e incluso esperar para ir a tomar algo. Fueron algunos cafés, muchas cervezas, y demasiada conversación en la que Flor, desde su sinceridad más ingenua, desvela detalles de su vida, de su casa y de sus cosas.


Casi todo el oro vale mucho más de lo que pesa porque no hay oro sin historia


En casa hubo reuniones para comer, meriendas y pronto también cenas. Como ellos acababan de llegar, era Flor la que corría con todas las cuentas, no solo en su casa, como buena anfitriona, sino también en los distintos lugares por los que iban fraguando su amistad. Ellos eran jóvenes y Flor se sentía en forma con sus conversaciones, con sus modales y con su forma de halagarla: a ella y a sus vestidos y joyas. Flor nunca fue una persona egoísta. Tampoco se había vuelto tacaña ni con la edad ni con los años viviendo en soledad. Por eso cuando la pareja comenzó a adular sus cosas empezó a hacerles regalos. “"¿Te gusta este collar? Pues quédatelo, hija, que tú lo luces más que yo..."…” Del collar pasaron a las pulseras, algún reloj, varias piezas de ropa de piel y un largo etcétera. Flor no prestaba atención a la lista de objetos regalados que se iba formando, porque era de naturaleza despistada, poco apegada, y jamás había tenido demasiado control sobre sus pertenencias.

Eran el resto de amigos de Flor, aquellos del barrio de siempre, los que empezaron a percibir unos movimientos más bien extraños en ella. Ya no se paraba a charlar, siempre tenía prisa, y el motivo era siempre la obligación que se había generado de preparar comidas y cenas para los chicos. Los chicos eran la pareja recién llegada, que no se separaba de ella. Una tarde, una amiga de Flor se fijó en que no llevaba la pulsera que lucía en su muñeca desde hacía tiempo. Conocía la joya porque Flor siempre contaba la historia que la rodeaba: se la había regalado su madre y nunca se la había quitado. Fue entonces cuando Flor, que se había hecho a si misma pero a la que la edad empezaba a pesarle, se dio cuenta de que tal vez se había excedido en los regalos. Fue entonces cuando Flor, que se había hecho a si misma pero que siempre había necesitado ayuda para gestionar su economía, se dio cuenta de que se había dejado engatusar por palabras bonitas. Y entonces trató de hablar con ellos, les pidió alguna de sus cosas y no obtuvo la respuesta que quería. Ellos se dieron cuenta entonces de que no habría más cervezas con obsequio, así que dejaron de ir con ella, de llamarla y de presentarse en su casa.

Flor se quedó sentada en la mesa que habían compartido durante tantos meses y se quedó extrañada. La confianza que les había brindado ella creía que era mutua, y no podía imaginar que una pareja que acababa de montar un negocio quería de ella algo distinto a amistad y a chascarrillos del barrio. Pasó entonces a vivir con el temor de las miradas: le habían hecho sentir que quería quitarles lo suyo cuando ella les pidió de vuelta sus cosas. Y aunque le quedaba alguna joya, dejó de ponérselas.

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