Opinión

Morir en soledad

NADA HAY más humano que la propia muerte, quizás ni siquiera nada en la vida es más natural que el propio hecho de morir. Más que el de existir. Siendo ambos misterios increíbles. Más allá del trance y más allá de lo que supone para el ser humano y su existencia, y sobre todo, más allá de creencias religiosas, la reflexión proviene hoy por el hecho cada vez más frecuente de morir en soledad. Hace solo unos días y en Galicia, varios medios se hacían eco de la muerte de dos personas, un hombre de 37 años y una mujer septuagenaria que morían solos. Completamente solos. En nuestras ciudades, en nuestros pueblos y aldeas cada vez son más el número de personas que viven solas. Aunque tengan familia. Por unos u otros motivos, desde personales-familiares a económicos, muchos mayores prefieren vivir en soledad o no les queda otra opción. Al margen de los servicios sociales de los ayuntamientos y unas normativas atascadas y todavía no plenamente operativas y efectivas sobre dependencia, la realidad es esa.

El dramatismo se eleva cuando los medios exteriorizan una vertiente paralela, no solo el de la soledad sino el de la absoluta falta de conocimiento de esta situación y que ni familiares ni vecinos echen en falta al padre, al hermano, al pariente, al amigo, al vecino y que, años después, meses más tarde o semanas y en ocasiones por el olor que sale de un piso se les eche en falta. Los medios incluso han publicado como después de meses sin pagar un alquiler, o un recibo de luz, encuentran un cadáver en la vivienda. Sin que nadie hasta ese momento se haya preocupado.

Es una realidad que no vemos, peor, no queremos ver, pero que nos toca, que está próxima a nosotros. Que nos define como una sociedad apática, insolidaria, egoísta y hedonista. Donde el otro importa poco o nada en absoluto. Donde sobre todo los mayores están solos, sin una mano amiga, sin ayuda, sin compañía, sin una palabra y una conversación. Viven y no viven en el mismo rellano de nuestros pisos, al otro lado de la pared, pero no sentimos, no escuchamos, no vemos. No queremos ni estamos dispuestos a hacerlo. Si necesitan algo, si comen un plato caliente, si un rato de compañía, si un ayuda para la casa, para el aseo.

Antes nuestros mayores vivían su ancianidad en casa y morían entre el calor de la familia. Otros, los menos iban a residencias quiénes lo podían pagar, o axilos u hogares de desemparados. Hoy la dependencia y la geriatría es uno de los grandes negocios. Pero no todos pueden pagarlo. Nuestros mayores están ahí aunque no los visibilicemos. Aunque lleguen colgados al cuello una cadena con un botón de emergencias. La emergencia es la de una sociedad que no quiere ni está dispuesta a ver. Esa también es otra soledad, la nuestra. La más mezquina de todos. Donde acabaremos siendo aún más dependientes. Pero de nuestro propio vacío. Miremos por encima de nuestro propio egoísmo.