Opinión

Kandahar, veinte años después

Toda esta parafernalia entre EEUU y Oriente Próximo desde el ataque a las torres gemelas no ha servido más que para acabar con la vida de miles de inocentes

HAN PASA DO veinte años desde el ataque a las torres gemelas. Por vez primera Estados Unidos era atacado en su propio país. Frontera adentro. Donde cada víctima, cada muerte, cada herido duele mucho. Donde la conmoción y la incredulidad se anudaron y golpearon emocionalmente primero a un país y luego política y militar, amén de los servicios de seguridad e inteligencia, después. La respuesta fue contundente, firme y rocosa. Afganistán, los talibanes que daban cobijo a lo que en aquél momento se llamaba Al Qaeda. Todo lo que vino después ya lo conocemos. Despliegue militar, miles de soldados, caza a Laden y los suyos, bombardeos sin cesar, y más tarde otro frente, Irak.

El desastre de todo aquello tan mal planificado como respuesta espasmódica e inmediata supone hoy, veinte años después dos estados totalmente fallidos, como Irak y como Afganistán, éste último ya no rogue State, sino si quiera, estado mismo, que ha convulsionado de nuevo. Y ese convulsionado significa que los talibanes, las bestias negras del segundo de los Bush se están haciendo con el control militar y absoluto del poder. La caída de Kandahar, al margen de que estos nombres nos retrotraen la mirada y la mente a aquellos nombres de hace dos décadas, supone la cuadratura de un círculo fantasmagórico y cruel. Ningún país ni imperio ha podido conquistar Afganistán ni los ricos subsuelos de ese país. Al contrario, uno tras otro han sido sino derrotados sí soliviantados y han tenido que retirarse vergonzosamente. La historia se repite en ese país aparentemente erial de piedras, rocas, desierto, abandono, miseria y crueldad integrista en estos momentos.

¿Por qué todo aquello? Pueden preguntarse muchos, pero ese no es el interrogante correcto, es otro, ¿cuántas vidas ha costado toda esta locura durante años? Y ya no me refiero a las vidas que cuentan para Occidente, las de los soldados y personal militar o no de los distintos países y coaliciones, tanto en Afganistán como en Irak que se fueron conformando bajo la presión y la exigencia, sino las otras vidas, las que no cuentan más que a los suyos. Cuantos inocentes civiles en Irak o en Afganistán perdieron la vida en bombardeos, en torturas, en errores, en ese pérfido y eufemístico término, abominable, daños colaterales, ha habido en estas dos décadas. Luego, conviene no olvidar la implosión civil, casi guerra civil interna entre facciones, clanes, yihadistas, combatientes de todo tipo, los restos de Al Qaeda y sus sucedáneos que han descargado también toda su ira en la población civil y atentados suicidas que han sembrado el dolor, muerte, destrucción de ciudades y barrios enteros.

Aquella herencia maldita ha dejado en esos países cientos de miles de muertes. Pero ya saben, no todas las muertes valen lo mismo. Ni se les llora lo mismo. Depende de quién llore de verdad. Para Occidente o para algún país aquello quizá justificó todo y hoy dicen que se han erradicado ataques, guerras, muertes, etc., quién sabe. No lo parece desde luego cuando el resurgir de los talibanes da al traste con veinte años de guerras.