Opinión

Gorbachov, el último estadista

Con la desaparición de Mijail Gorbachov se marcha una generación de políticos que cambiaron el final de la historia. No nos referimos a la tesis de Fukuyama en sí, pero debemos ser conocedores que sin personas como el expresidente ruso, Reagan, Kohl, Wojtyla, Thatcher, Miterrand, etc., todo hubiera sido muy distinto, sobre todo en aquella década de confrontación última y total entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Lejos del autoritarismo gerontocrático del PCUS, este abogado enseguida encaminado a la política, hábil e inteligente, que supo cautivar a viejos leones como Breznev, Andropov, Chernenko, se hizo con las riendas primero del Comité Central del partido y luego con todo el poder de un enorme león herido cuál viejo cascarón que necesitaba reformas urgentes para superar su enorme crisis económica, política, territorial y étnica. La guerra de las galaxias tal y como la erigió Reagan supuso el ahogamiento final de la endeble economía soviética. 

Si algo debe, en estos momentos ser recordado de su figura y talla tanto humana como política, fue su inmenso coraje y valor para emprender aquellas reformas que el mundo conoció como Perestroika y Glasnost. Siempre quiso y apostó por un socialismo, pero concebido como socialismo de rostro humano precisamente cuando los ex dirigentes soviéticos robaron durante décadas ese alma humana y vaciamiento de una sociedad donde los valores y la vida quedaban supeditados al dictador férreo y cruel del partido, sobre todo en los primeros años de Lenin y sobre todo en los casi treinta años de Stalin. La confrontación, la destrucción mutua asegurado, el teléfono rojo, el muro, el telón de acero, el pacto de Varsovia, la primavera de Praga y un larguísimo etcétera suenan hoy con su eco lejano y amnésico pero que marcaron y forjaron el carácter de los políticos europeos de su generación y reescribieron con el presidente norteamericano y la fuerza moral del Papa Wojtyla, un final muy distinto a lo que pudo ser. No hubo choque en ese momento, pero todo estuvo muy próximo en ese Hungtintoniano choque de civilizaciones. Los acuerdos de desarme fueron claros en frenar en esos momentos, a fines de los ochenta la carrera nuclear.  Un mundo desnuclearizado fue un simple sueño, pero abrieron una brecha al mismo que hoy se antoja ya irreal.

Gorbachov miraba hacia el futuro desde la profunda cognoscibilidad de la realidad soviética y su debacle. Sabía que tenía que hacer cambios, que habría resistencias, empezando por la unión forzosa y artificial de quince repúblicas que pronto destaparon todo su ímpetu independentista y reivindicativo empezando por las tres bálticas. Sabía que la bota o el imperio soviético, ese mismo nacionalismo a ultranza que hoy reivindican los nostálgicos y partidarios del autoritarismo y la falsa democracia, era un cáncer que podría corroer todo el sistema entre óxidos múltiples. Y a buena fe que así fue. Su visión gozó del aplauso y el apoyo extranjero pero encarriló en las funestas vías del odio, del desprecio, del aroma insoportable de la falsa traición y un ostracismo al líder que, sin ser privado de movimientos, sí fue cada vez perdiendo notoriedad, nombre y recuerdo en una Rusia y exespacio soviético que algún día resituará su figura.
La descomposición de la Unión Soviética fue inevitable, pero sumamente precipitada y donde Rusia, Bielorrusia y Ucrania decidieron el final mismo y el reparto de poderes y arsenales nucleares. A Europa y EE.UU. les interesaba egoístamente también ese final y su desmembración en nuevas repúblicas y la lejana añoranza de aflorar algún día hacia democracias homologables. Que salvo las repúblicas bálticas, el resto se alejan ambigua y decididamente de ese sistema.

Odiado y detestado en Rusia, respetado, admirado y ensalzado en Occidente, Mijail Gorbachov nos deja un legado de que se puede, defendiendo las ideas desde la razón y la humanidad, cambiar para bien el destino de los pueblos y sus sociedades

No usó el ejército para preservar la unidad, tampoco su poder y un 25 de diciembre de 1991 tras la traición de muchos que otrora le rodearon y ambicionaban el poder, firmó aquella disolución, él, el primer y único presidente de la URSS, tras ochenta años de trágica experiencia revolucionaria bolchevique primero, comunista después y siempre dictatorial. Para muchos, aquella fue la humillación y la catástrofe del imperio soviético, donde había un chivo expiatorio, él mismo. Sus políticas de transparencia y reformas encallaron ante las resistencias viscerales y unas estructuras económicas y sociales inservibles, ineficientes, poco productivas y mal planeadas. 

Gorbachov tuvo la visión y la decisión que solo quiénes están llamados al liderazgo lo emplean y blasonan con coraje y firmeza sabiendo que en el empeño se juegan su presente y futuro. Sabía de lo arriesgado que suponía emprender lo que por el contrario eran reformas urgentes y necesarias y donde los poderosos que controlaban el país y el experimento comunista pondrían todas las resistencias posibles, como así fue, y ralentizarían toda reforma y éxito para hacerse luego con el poder. Pronto, lo artificial de las fronteras, los traslados masivos y rusificaciones forzosas de la época de Stalin estallaron en conflictos étnicos y en divisiones nacionalistas que nadie podría ya contener en dique alguno. 

Seis largos años pero que supieron un halo de libertad y de esperanza sin que, quizá, el propio Gorbacov fuere consciente de lo que estaba naciendo. Preparado durante décadas para ello, este ruso del Cáucaso de madre de origen ucranio sabía perfectamente los lazos humanos y sociales pero sobre todo étnicos sobre los que se construyó artificialmente el país. Este constructor de puentes con Occidente sabía perfectamente en su última visita a Alemania del Este que Honecker caería y con él, la fractura de Europa. Ayudó a cerrar esa cicatriz en pleno corazón de la vieja Europa. Como tras los acuerdos cuatro más dos el repliegue de más de 400.000 soldados soviéticos por toda Europa de vuelta a la URSS. Una visión del mundo más optimista, menos polarizado y más esperanzador nacía, al tiempo que cobraba velocidad de crucero una CEE, hoy Unión Europea, que pronto aceptó a diez países del espacio exsoviético. 

No nos quedamos cortos si aseveramos que, con él, la historia se escribió de una forma muy diferente a lo que el rumbo y la inercia de las viejas confrontaciones barruntaban. Fue una época única, la última donde la esperanza y la ilusión de los jóvenes, cuyos padres y abuelos estuvieron la guerra mundial, marcó el devenir inmediato y llevó la democracia a toda Europa central.  Fue el estadista de su generación, el último de nuestra época. Odiado y detestado en Rusia, respetado, admirado y ensalzado en Occidente, nos deja un legado de que se puede, defendiendo las ideas desde la razón y la humanidad, cambiar para bien el destino de los pueblos y sus sociedades. Pagó su precio. Pero queda un legado inmenso de pundonor, sacrificio, habilidad política, liderazgo, y quizá, hasta un punto, negación a uno mismo.

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