Opinión

Bajen los decibelios

Instalémonos de una vez por todas en la sensatez, en la medianía de la prudencia y sobre todo, el sentido del deber. Del estado de derecho. Con mayúsculas, Estado y de Derecho. Despoliticemos las instituciones, esta es la gran falla que nos trajo la transición y de la que no se habla. La que pactaron las componendas y repartos de sillones los principales partidos. Pero corramos ese velo. No interesa a algunos hablar de ello mas tampoco cambiar las tornas. Llueve sobre mojado. Pero tanta lluvia fina acaba generando una asepsia intelectual y moral insoportable. Dejemos de utilizar a las instituciones, de manipularlas y de controlarlas. No sigamos pervirtiendo los valores democráticos. 

Es absurdo, nefasto y contradictorio tratar de contraponer el principio democrático con el principio de legalidad. No es mía el final de esta frase, es del profesor García de Enterría. Quién no necesita presentación en el mundo jurídico y que ayudó a renovar los estudios administrativos y también constitucionales en un tiempo donde no existía democracia ni constitución y que ya en los comentarios a la encíclica Pacem in Terris del inolvidable  Papa Juan, escribió aquello de que España necesita una democracia, pero homologable a las democracias europeas. Había que ser muy valiente para sostener aquello en aquél momento.

Y seguía diciendo: «Ninguna autoridad puede invocar su origen democrático para infringir la ley; ésta es la esencia misma del Estado de Derecho …». Hoy sabemos poco de esencias. No interesa. Lástima, así nos va. Una sociedad abandonada a la desidia y dejadez intelectual, atónita y ensimismada en lo suyo, en lo inmediato, en el yo más insolidario. Tal vez, es la menos mala de las opciones antes de que la sociedad se ría definitivamente de la política y los políticos. El escarnio es total. 

Si seguimos por esta senda erosionaremos definitivamente la credibilidad de todo un sistema, en un cambalache anodino de trincheras espurias que nos debilitan como país, como sociedad, como sistema de valores democrático. Demasiada costra no deja ver el horizonte ni otear rumbo alguno. Caemos en el simplismo.

Hace siete años solo se hablaba de regeneración. Hoy esa palabra no existe. Tampoco parece importar mucho. El discurso no existe, el debate es una quimera y el cortoplacismo como las políticas clientelares siguen aposentadas en los cenáculos del poder, condenando a la sociedad española ya de por sí sumisa. Cuánta hojarasca en el proscenio de la nimiedad.

Las pasiones más viscerales acompañadas de exabruptos y medias verdades o mentiras según se mire, ganan el pulso. Y lo hacen ante la abulia y la indiferencia de una ciudadanía que ha dejado de creer y confiar en sus políticos. También en votar a pies juntillas y fiel una tras otra. Algo ha cambiado. Llegó lo nuevo pero no era tan nuevo salvo en el envoltorio. La gente se ríe del pobre espectáculo, ha aprendido a hacerlo y no tomarse en serio la misma. Nadie exige en este erial de impunidades responsabilidad y a lo sumo, de hacerlo, quiénes pasivamente la sufren, creen que, con ella, la electoral, se sustancian todo tipo de responsabilidades. Se sobresaltan y escenifican con las encuestas. Demasiadas lecturas.  Las acribillan y denostan a sus autores e intérpretes, apelan al voto útil o al voto que frene a unos y a otros, pero la pregunta es fácil, ¿a quién y por qué interesa la política? 

Es Navidad, al menos por unos días, déjennos tranquilos y bajen sus decibelios. 


 

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