Opinión

¡Madrid, oh Madrid!

El martes pasado en la ventanilla de mi vagón casi vacío amaneció Madrid. El tren se detuvo en la estación de Chamartín donde la vida se arrastraba con pereza y desconcierto para quienes estamos acostumbrados a verla bulliciosa. También, a eso de las once de la mañana, los convoyes del Metro iban ligeros de gente y yo que, como buen curioso y hasta cotilla, suelo pegar el oído empecé a recolectar comentarios sobre la preocupación mundial de estas semanas. El coronavirus había invadido más cerebros que células vitales y las teorías y temores más peregrinos saltaban de parada en parada. Rumores, falsas noticias, testimonios imposibles, alguna certeza, estadísticas… Infinidad de kilómetros subterráneos sin otro tema posible. Entró un individuo cubriéndose boca y garganta con una bufanda del Athlétic de Bilbao. Otro tipo le espetó:

¡Tranquilo, tío, los vascos sois inmortales!

Cuanto viandante topé por las aceras machacaban el mismo tema. Un grupo temía por la ruina de los encuentros deportivos a puerta cerrada. Qué absurdo, pensé, espectáculos sin espectadores. Vi pocas mascarillas, contra las noticias sobre su venta masiva. Una conocida me aseguró que algunas farmacias racionaban los geles desinfectantes. Sólo tres por familia. Todos los televisores de los bares, fuera la emisora que fuera, emitían tertulias infinitas removiendo el café con el Covid-19. ¿Pandemia sí, pandemia no? Mapas y más mapas coloreados, cifras en crecimiento, gráficos, caída de las cobardes bolsas y crisis económica irreversible… Al final de la tarde tuve la certeza de que Madrid se preparaba para recibir al apocalipsis haciendo circular la falsa noticia de su clausura urbana por tierra, río y aire. Mis amistades y yo tuvimos la valentía de cenar en una terraza, ajenos al fin del mundo. Casi en soledad.

El miércoles se agravó el problema. Cierre de centros escolares, desde infantil a las universidades. El teletrabajo abrió las puertas de su reino celestial. En una emisora de radio una señora despotricaba contra su seguro privado por no cubrirle la pandemia y por haberla desviado a la Seguridad Social. Un televisor emitía imágenes de supermercados vaciados. El tipejo contiguo masculló con fastidio: ¡Cuando empiecen los asaltos, no nos quedará nada! Más tarde, mi amigo, su mujer y yo, esperábamos cruzar un semáforo. A nuestro lado una señora con perrito. Él tosió abundantemente. El café se le había quedado pegado a la garganta. Nada más. La vecina nos miró con cara de vinagre. Cogió al animal en brazos y, arriesgando su vida, cruzó la calle con el semáforo cerrado a los peatones entre pitidos de los coches. Con un poco más de riego intoxicado, la cosecha de brotes de histeria se presentaba abundante.

La conversación con unas amigas se comió mi tiempo y decidí tomar un taxi para llegar a Chamartín. Voy pillado, le dije al conductor. No se preocupe, respondió, un día normal no llegaríamos, hoy sí. Me confesó que el coronavirus le estaba haciendo perder dinero y enseguida me regaló una lección sobre la historia de los virus, su forma parasitaria de reproducirse y del temor a que, desde que se consiguió revivir el de la gripe española en un laboratorio, puedan ser utilizados como armas biológicas devastadoras. No creo que seamos tan brutos, le dije. Al llegar, la estación estaba invadida por cientos de pasajeros arrastrando maletas hacia todos los destinos alejados de Madrid. En mi tren de regreso no cabía un alfiler.

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