Opinión

A voracidad recaudatoria

Las clases gobernantes, las autoridades (laicas y eclesiásticas) siempre han rehuido el trabajo. Otra cuestión es que agoten su resistencia física en pomposas inauguraciones estériles, en debates baladíes o en ritos y ceremonias rimbombantes que deslumbran y fascinan al pueblo que es, en última instancia, el pagador de tales dispendios.

Y lo hace apoquinando impuestos y arbitrios. Siempre ha sido así. La historia de los diezmos es casi tan antigua como la historia de la humanidad; desde que el hombre descubrió la pujanza de la organización y el poder que reportaba el sometimiento del prójimo, la igualdad, si alguna vez la hubo, se esfumó. Se sustituyó por configuraciones sociales estructuradas y especializadas, en donde la lucha por los alimentos devino en lucha por la gobernanza. El que mandaba no cultivaba ni trabajaba, pero tenía que alimentarse, por eso las primeras leyes tributarias son tan antiguas como los arcaicos códigos mesopotámicos.

Con el tiempo, los gravámenes acabaron sufragando todo tipo de necesidades y pompa del jerarca o caudillo, hasta crear a su alrededor un vasto entramado de sirvientes y asistentes que también vivían y se alimentaban de lo recaudado por los cobradores de impuestos (los ‘publicani’, por cierto, odiados y despreciados en los primeros siglos de nuestra era). Hasta llegar a nuestros días, en donde se nos hace ver que los tributos son consustanciales con la vida en sociedad y que aquel que no paga impuestos es un delincuente insolidario.

En nuestros días (salvo por herencia o ventura), es muy complicado llegar a ser rico, y muy costoso (y relativamente mal visto) luego, vivir como tal

Pero, habría que precisar: ¿son todos los aranceles justos?, ¿se gasta adecuadamente lo recaudado?, ¿quién es contribuyente y quién beneficiario? Porque, hace unos días, un alto tribunal español ha anulado un impuesto que gravaba supuestas plusvalías. Su injusticia era manifiesta, pero su pago era imperativo. De la misma forma que hay tributos redundantes como el impuesto sobre el patrimonio, y, por más, que sea cuestionable, e incluso ilegal, tal doble imposición existe y su derogación se hace esperar.

Son situaciones injustas, pero habituales en nuestra sociedad. Ocurre que la Administración Pública va asumiendo tareas y contratando personal para su ejecución, pero, al contrario que en las empresas privadas, en donde, la falta de competitividad o la obsolescencia de su función implica la ruina y el cierre de esa estructura; en el Estado, en los organismos públicos, el ejercicio de su función acaba siendo la finalidad última de su dedicación. De tal forma que no es insólito que existan servicios públicos en donde prácticamente lo recaudado se agota en el mantenimiento del personal empleado.

En esta estructura socialdemócrata que nos gobierna, lo importante no es la eficacia, la responsabilidad, el buen gobierno o la austeridad; lo conveniente y ventajoso es saber medrar en la organización pública, accediendo a aquellos cargos o puestos que, aunque vacíos de contenido real o productivo, encarnan las ocultas aspiraciones del pueblo llano: relumbrón, apariencia y molicie.

Nadie quiere ser presidente de la comunidad de vecinos, pero hay peleas y navajeos por acceder al cargo de alcalde, diputado o conselleiro; y, a pesar del sacrificio e ímprobo esfuerzo que, dicen, ocasiona tal dedicación, nunca tienen prisa por abandonar esas ocupaciones. Y lo mismo ocurre con los altos cargos de la Administración del Estado.

En nuestros días (salvo por herencia o ventura), es muy complicado llegar a ser rico, y muy costoso (y relativamente mal visto) luego, vivir como tal. Pero si las regalías y ventajas de esa vida nos las proporciona el sistema por ser ‘servidor público’ el agraciado, la situación ya no provoca tanto rechazo en la comunidad, normalizando y sufragando con los impuestos recaudados el uso (y, a veces, abuso) de palacios, despachos, secretarias, asesores y escoltas. Se le hace ver al contribuyente que tales fastos y sirvientes son de todos, que pertenecen a la comunidad, aunque la verdadera realidad sea que solo están a disposición de una determinada casta social funcionarial que los usufructúa.

En fin, veremos cómo se sostiene tanto museo, palacio-casa consistorial, centro interpretativo, casa regional, taller ocupacional y un sinfín de ocurrencias atendidas por un numeroso funcionariado con “plaza en propiedad”, si los tribunales empiezan a dictaminar, con sensatez, lo que es necesario y lo que es improcedente aunque esté costeado con recursos públicos sisados del bolsillo del contribuyente.

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