Opinión

La melancolía de la victoria

Ocurre. Sucede, a veces, que alguien triunfa en la conquista de la meta soñada o finaliza una tarea complicada y farragosa e, inexplicablemente, su ánimo se ve embargado, sumido, en un estado melancólico, lánguido, como si ese objetivo tan ansiado y trabajado, una vez conseguido, no significase más que cualquiera de los otros entretenimientos o afanes de la vida. Es más, algunas personas perciben un vacío, como si su vida hubiese perdido incentivos, atractivo; y se dejan llevar por una introspección reflexiva fértil en el desarrollo de pensamientos y teorías, pero ajena a los avatares del mundo exterior.

Normalmente se supera, y los que son luchadores o emprendedores, buscan nuevos propósitos que conseguir o quimeras por las que batallar mientras que la vida, imperturbable, va consumiendo su tiempo sin esclarecerles su significado. Pero ese tiempo, finito, no es el mismo para el bobalicón aletargado en su rutina diaria que el empleado en descubrir nuevas vivencias, nuevos caminos que surcar. De la misma forma que una semana de nuestra vida empleada en un ansiado viaje parece más dilatada en el tiempo y más presente en la memoria que las innumerables semanas que van transcurriendo ante nuestra presencia.

Pero, no siempre es así. La contradicción, la paradoja tutela nuestra existencia y permite que cada ser humano se crea protagonista de una vida plena. Y, a lo mejor lo es. El apaciguamiento, la serenidad, la quietud, el desapego son emblemas de las grandes religiones orientales caracterizadas por su conocimiento sobre la condición humana. Son valores contrapuestos al mérito, el esfuerzo, la fama, el desafío, que presiden el discurrir de todas las civilizaciones y que, ciertamente, han traído progreso y bienestar a nuestra historia. O eso creemos.

Hemos inventado religiones, organizaciones, máquinas, competiciones y un sinfín de quehaceres que entretienen y ocupan nuestro paso por esta vida

El ser humano busca en el progreso, en la prosperidad un sentido al enigma de la vida, y se enzarza en luchas o se embarca en delirios que no conducen a ninguna parte, pero que, en ocasiones, lo sumergen en el espejismo del éxito o del triunfo. Vana ilusión. Esa supuesta victoria no es otra cosa que el reconocimiento de sus semejantes a su valía o valentía. Las civilizaciones premian con el reconocimiento ajeno y todos, o, al menos una gran mayoría, se regocijan o sufren en función de lo que los demás piensan sobre nuestro comportamiento. No reparan en que la bondad o maldad de tal conducta depende de la época y de quién narre la historia: Hitler o Stalin pasaron del fervor público al desprecio mayoritario. La victoria y la derrota, como el éxito o el fracaso son convenciones sociales útiles para el progreso colectivo, pero que se deben sopesar con sumo cuidado procurando que influyan lo justo en nuestra autoestima. Es así como a algunos espíritus lúcidos, en el momento de la victoria, sin saber por qué, los inunda la melancolía; una sensación dulce y amarga de recogimiento y de disfrute de una paz interior ajena a los éxitos y desengaños mundanos y evocadora de un inalcanzable nirvana.

Por eso, es juicioso saber disfrutar del camino, sin pretensiones ni ensoñaciones, porque el futuro nunca es tan malo como se teme ni tan bueno como se desea. El ser humano simplemente transita por la vida procesando alimentos y creando desechos que, a su vez, sirven de cobijo y sustento a otros cientos o miles de seres vivos. Esa es nuestra misión principal. Deprimente. Quizás. Pero real como la vida misma.

Hemos inventado religiones, organizaciones, máquinas, competiciones y un sinfín de quehaceres que entretienen y ocupan nuestro paso por esta vida. Y cada uno, en función de su credibilidad y discernimiento, se entretiene a su manera. Hay muchos, muchísimos, que viendo correr a un congénere detrás de una pelota son felices. Otros buscan la heroicidad en la defensa de una bandera. Algunos consagran su existencia a predicar creencias infalibles. Y varios, quizás los más peligrosos, gastan su tiempo en dar satisfacción a sus irrefrenables ganas de querer gobernar a sus semejantes, y, a cuantos más, mejor.

Cabe la posibilidad de que sea el anónimo individuo, ajeno a la historia y a la divagación, al esfuerzo y a la ambición, al mañana y al ayer, el que mejor haya comprendido las leyes de la existencia, circulando por la vida, ligero de equipaje y presunción, cuidadoso de no hacer daño y atento a cada momento.

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