Blogue | Patio de luces

Quisquilloso

Quien es exigente con su trabajo y con el de los demás valora lo que está bien hecho

ES CIERTO que el ser humano nunca deja de aprender. Resulta curioso e incluso emocionante comprobar que el día menos pensado, a la hora más intempestiva y en el lugar menos oportuno podemos extraer alguna ilección de vida. En ocasiones, basta simplemente con estar atento a lo que sucede a nuestro alrededor. A veces es necesario algo más. Hay que ver, hay que escuchar y luego reflexionar. Pensar en otro momento, más adelante y con más tranquilidad, sobre lo que hemos viso u oído. Muchas veces las sensaciones y sentimientos que nos invaden a flor de piel ante los estímulos que recibimos nos impiden percibir con claridad los mensajes que nos llegan de nuestros semejantes. No alcanzamos a llegar al fondo del asunto y, cuando lo hacemos, si realmente le damos categoría y cavilamos sobre ello pasado el fogonazo inicial, a lo mejor ya es tarde para reaccionar. Nunca está de más, en todo caso, hacer ese ejercicio cuando tenemos la impresión de que nos hemos quedado a medias, bien porque no hemos dicho algo que queríamos decir o bien porque no hemos interiorizado convenientemente una enseñanza que puede ser valiosa para el camino.

Es cierto que a veces pasan meses en los que uno navega por aguas tranquilas y no se perciben esos dientes de sierra emocionales que, en ocasiones, también nos ayudan a mejorar como personas. Sin embargo, en ocasiones, en apenas unos días, pasamos por varios trances o circunstancias que lo agitan todo y nos llevan a ese momento de introspección. A veces son cuestiones nimias las que nos llevan a reflexionar, incluso, sobre nuestra forma de ser y de estar en la vida. Sobre la manera de comportarnos en el trabajo y de relacionarnos, por qué no, con la gente de nuestro entorno. Hace apenas unos días tuve ocasión de mantener una de esas conversaciones que, a pesar de su intrascendencia, seguramente no se me olvidará nunca. Estaba conversando con el pintor que se acercó a mi casa para presupuestarme una pequeña tarea pendiente en una de las habitaciones. La charla nos llevó a hablar de una persona que ambos conocemos. Me dijo: "Es muy quisquilloso". Me quedé sorprendido por su sinceridad. De forma casi automática asocié ese calificativo a un concepto peyorativo. Nada más lejos de la realidad. El señor me confesó que a él, personalmente, le gusta ese tipo de individuos. No esperó a que le preguntase por qué. Se explicó de inmediato y con una claridad meridiana. Son las personas meticulosas, incluso puntillosas, aquellas que saben valorar un buen trabajo cuando lo ven. Seres más despreocupados y menos observadores no están en condiciones de apreciar la calidad de una faena bien rematada. Por lo tanto, tampoco son capaces de distinguir la diferencia entre un buen y un mal profesional.

A nuestro alrededor hay gente de todo tipo. Vamos a encontrarnos en el camino con personas excelentes, pero también con auténticos hijos de puta. En el trabajo conviviremos con profesionales aseados, magníficos trabajadores y gente voluntariosa. También nos tocará compartir tajo en algún momento con auténticos caraduras, vagos redomados o empleados de aptitudes limitadas. Por supuesto, también nos encontraremos con individuos que van a suyo y no se meten en charcos, y a otros que quieren ser el perejil de todas las salsas. Habrá quien se alegre de los éxitos de sus compañeros como si fueran propios, pero también los típicos mezquinos insatisfechos que se sienten agraviados si el tipo que tienen al lado prospera más de lo que ellos mismos consideran razonable. Son sujetos peligrosos, normalmente porque esa actitud viene derivada de su propia incapacidad, bien por falta de formación, de esfuerzo o de talento. Normalmente, ese personal no es quisquilloso con su trabajo, pero sí lo es con el de los demás. Se refocila en los errores de otros y los amplifica para hacer escarnio. No llega a percatarse de que para meter la pata primero hay que intentar hacer algo.

Hay que andar con cuidado cuando uno se encuentra con ese tipo de individuos. Se lo recordaba su padre al protagonista de la novela El rey recibe, de Eduardo Mendoza. Para el progenitor del periodista Rufo Batalla "lo más peligroso era destacar; lo más seguro, pasar inadvertido".

Quién sabe. Es una forma de ser y de estar en la vida tan lícita como cualquier otra. Sin embargo, no deja de tener cierta gracia, aunque sea en una novela, que sea el padre de un periodista quien así se expresa. En una profesión tan vapuleada como la nuestra, la insignificancia es también una enfermedad de la que debemos cuidarnos. Cuando algo es insignificante, deja de importar. De nada vale hablar o escribir si nadie escucha o lee.

No está mal ser quisquilloso. Especialmente con uno mismo. Esta semana alguien me decía que no podía dedicarle a determinados trabajos el mismo tiempo que yo, porque tenía que hacer "muchas más cosas" que servidor. Hay que ser atrevido. Podría responderle: "Y un cuerno". Cantarle aquella que dice: "Ou é que non queres, ou é que non sabes ou é que che faltan as habilidades". Queda otra opción. Hacer caso al padre de Rufo Batalla. Escuchar, sonreír y decir: "Ya, claro".

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