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O Garañón

Xunta y Concello tienen que dejar el pimpón y buscar acuerdo para derribar O Garañón

Mi hasta hace poco limitadísima experiencia en lo que se refiere al comportamiento de los niños ha ido engordando de forma progresiva en los últimos tres años. Casi al mismo ritmo que ha ido aumentando mi volumen corporal. Y digo casi. Las noches sin dormir, las preocupaciones adquiridas, limitar el ejercicio físico a cuatro empujones a un columpio o convertirse en cerdo de San Antón en tu propia casa no ayudan a hacerte más sabio, pero sí más grueso. En todo caso, en ese tiempo también he ido aprendiendo algunas cosas relativamente útiles sobre la forma de actuar de los churumbeles. Sobre sus reacciones ante determinados estímulos y sobre esos enfados que son como las burbujas de una botella de champán. Suben hasta lo más alto cuando son descorchadas, pero bajan de igual modo a los pocos segundos. De mi humilde observación, sin ánimo de ser riguroso, he llegado a la conclusión de que, en general, son seres eminentemente prácticos. Utilizan sus recursos, todos los que tienen al alcance de su corta edad, para conseguir lo que quieren. A veces de una forma muy primaria, tosca, con el recurso al llanto desconsolado. En otras ocasiones, en cambio, recurren a modos de obrar de trazo más fino, con la participación de conductas mucho más elaboradas que permiten intuir retales de una personalidad en ciernes. A veces, solo consiguen cabrearte como una mona, pero en otras circunstancias son capaces de manipularte y de llevarte a su terreno hasta tal punto de que uno se pregunta quién es el adulto.

Pueden ser caprichosos, egoístas y egocéntricos. También tercos y desobedientes. Aún así, es admirable la capacidad que demuestran para no perder de vista lo que realmente es importante para ellos. Se comportan, por normal general, con un envidiable sentido pragmático. Basta con pasarse una tarde de buen tiempo en el parque para comprobarlo. No son tan idiotas como los mayores. Se enfadan entre ellos y discuten. A veces, se emperran en hacer prevalecer su voluntad y pueden ser muy obstinados. Aún así, saben embolsarse el orgullo cuando navegan entre iguales. Puede que en un momento determinado se crucen con otro niño o incluso lleguen a las manos, pero habitualmente esos rebotes son de paso corto. Cuando son pequeños, el deseo de jugar y de pasárselo bien casi siempre puede más que el disgusto o la irritación. Se cuenta hasta diez, hasta veinte en algunos casos, y de vuelta al lío. Los adultos, en cambio, confundimos a menudo nuestras prioridades. Somos lo suficientemente soberbios y estúpidos como para dejar de divertirnos o de hacer cosas que son valiosas para nosotros solo por no dar nuestro brazo a torcer. Nos enredamos en disputas y anotamos demasiadas situaciones en la lista de las ofensas. A menudo, agotamos las páginas en blanco y no queda espacio para escribir nada más.

Ante determinadas situaciones, sería bueno que los políticos se comportasen como los niños. Que convirtiesen en bolas de papel las hojas de ese calendario en el que anotan los agravios. Que aparcasen las disputas partidistas y metiesen en un cajón esa teatralidad absurda, por exagerada, con la que envuelven sus palabras y muchos de sus actos. Que recuperasen el sentido de lo que es verdaderamente importante y la claridad de ideas suficiente para alcanzar un objetivo, aunque ello implique arrimar el hombro y buscar acuerdos con rivales incómodos. Que lo hiciesen al menos de vez en cuando. Por respeto a ellos mismos y a la gente a la que representan. La misma que les paga el sueldo. No todo es un juego. A veces no hay gloria en la victoria ni descrédito en la derrota. No se trata de ganar o perder. Su trabajo consiste en buscar soluciones a los problemas desde una perspectiva de servicio público, aunque ello no implique más reconocimiento que la satisfacción del deber cumplido. Y una nómina, más o menos generosa, a final de mes.

Ni Lara Méndez ni Balseiro son culpables de la urticaria que producen en la piel de la ciudad las dos espinas clavadas en O Garañón. Los socialistas responsabilizan al plan general del 90, aprobado por los populares, mientras que el PP acusa de la construcción de las torres a una cuestionable gestión por parte del exalcalde Orozco. La historia y los tribunales juzgarán lo que pasó. Ahora, el debate es otro. Hay que solventar el problema. Cumplir dos sentencias judiciales del Tribunal Superior de Xustiza de Galicia (TSXG) y cargarse las dos moles edificadas en las cuestas del parque. Y hacerlo sin que ello suponga una carga demasiado onerosa para el bolsillo de los lucenses. A fin de cuentas, pagamos todos a escote. Es responsabilidad de los gobernantes actuales buscar una solución. De nada sirve que la Xunta y el Ayuntamiento de Lugo jueguen al pimpón en los medios de comunicación.

Tienen que comportarse como niños. Ser prácticos. Reunirse, discutir, incluso agarrarse de los pelos, pero salir del despacho con un camino marcado y un objetivo común. Cumplir con su obligación. Si no se portan bien, los demás tendremos que castigarlos como adultos. Darles donde más les duele. En las urnas, por su supuesto.

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