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¡Oh, oh, oh!

LEO —en un periódico que no acostumbro a leer, todo hay que decirlo— que centenares de compostelanos ‘huyeron’ de su ciudad durante el último puente de la Inmaculada, lo que podría suponer unos de los mayores éxodos registrados en Galicia desde los tiempos de la postguerra. No es una noticia menor, entre otras cosas porque huir, lo que se dice huir, es verbo de hechuras muy serias, cargado de connotaciones tan espinosas como la urgencia o el miedo, de ahí que su uso se restrinja a situaciones de extrema gravedad como la que se relata en dicha noticia. Huían los compostelanos —y cito textualmente— "decepcionados por el fiasco de las luces navideñas de la capital". Y lo que es peor: huían camino de Vigo.

"Un iglú de Pin y Pon", ahondaba otro de los enunciados en este drama moderno del alumbrado navideño insuficiente. En la fotografía que ilustra la portada se puede ver el famoso iglú que tampoco es tal, sino una bola tejida con luces LED y aderezada con unas gotas de apropiación cultural inuit. Tomando como referencia a los viandantes inmortalizados a su alrededor, la estructura no debe medir menos de tres metros de altura y otros tres de diámetro por lo que, huelga decir, palidece ante la magnitud colosal de otras armazones colindantes como la propia Catedral de Santiago o el popularmente conocido como ‘monte faraón’, esa Cidade da Cultura levantada en el Gaiás a modo de lujoso belén durante los días de vino y rosas. Aquello sí era honrar las fi estas como dios manda.

Más allá del tratamiento periodístico a una noticia que no lo es (muchos santiagueses aprovecharon el rojo en el calendario para salir de su ciudad, como hicieron otros tantos pontevedreses, lucenses, coruñeses y marcianos) llama la atención el inusitado interés que la iluminación temática suscita entre la ciudadanía desde que Abel Caballero sustituyera al niño Jesús como principal referente de la Navidad. La calidad de vida de una urbe ha pasado a medirse en kilovatios/hora, todo por obra —y sobre todo gracia— de un alcalde socialista que ha descubierto, en la apología del alumbrado, la piedra filosofal de la felicidad y las mayorías absolutas aplastantes. "En las próximas elecciones sacará tantos concejales que no le van a caber en el ayuntamiento", suele decir un amigo mío cuando encuentra un nuevo vídeo en Youtube con alguna de sus ocurrencias.

MARUXA2Atrás quedan aquellos años en los que algunas ciudades parecían engalanadas por los directivos de algún lobby del juego. En Pontevedra, sin ir más lejos, nos conformamos durante décadas con unas combinaciones de campanas y cerezas que tenían a los ludópatas de la ciudad danzando por Benito Corbal como posesos, día y noche mirándolas con la esperanza de que les tocara el especial. Y qué decir de los pueblos. En Campelo nos conformábamos con unas cuantas bombillas de colores rodeando un árbol medio muerto frente al Bar Quiniela, mientras que en años de bonanza nos permitíamos el lujo de colocar otro luminoso en la bajada del muelle donde rezaba la leyenda Bo Nadal. Una vez, recuerdo, rompimos tantas bombillas a pedradas que cuando llegaron los reyes magos tan solo se leía un triste Bo da. Solo de milagro no terminó aquello descabalgándolos de los tractores al grito de "¡Que se besen!, ¡que se besen!".

Porque, esa era otra: los Reyes Magos llegaban a Campelo en tractor y a tal velocidad —había que pasearlos por varias parroquias en unas pocas horas de luz— que se veían obligados a elegir entre lanzar caramelos a los niños o perder la vida en el intento. Uno veía en el telediario cómo se anunciaba su llegada a ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla, siempre a bordo de un helicóptero, un portaviones e incluso en AVE, y enseguida comprendía la diferencia entre ciudadanos de primera y populacho de tercera regional. Para más inri, hasta los más pequeños del lugar reconocíamos en Baltasar al enterrador municipal pintado con un corcho. Aquello le restaba encanto a la cabalgata pero, a cambio, le confería cierto interés a los entierros: ibas obligado pero con la firme intención de fingir buen comportamiento durante el sepelio y acumular puntos. Nuestros mayores vivían la Navidad de un modo tan austero, tan desprovisto de fantasía y sutilezas, que mi abuela llegó a aprovechar una de mis cartas para recordarle a Baltasar la necesidad de instalar un nuevo punto de luz en nuestro panteón.

Ahora todo es distinto, de ahí que al alcalde de Santiago le estén afeando el expediente por montar, en plena Praza Roxa, un iglú de Pin y Pon y no la mansión de veraneo de la Barbie Superstar. Y es que solo a él se le ocurre, en pleno siglo XXI, fiarlo todo al Pórtico de la Gloria, el monasterio de San Martiño Pinario, el colegio de Fonseca o la Casa da Conga. En manos de Abel Caballero —y esto es lo que realmente duele a los compostelanos en el exilio— hasta el Santo dos Croques saludaría nuestros cabezazos con el clásico "¡Oh, oh, oh!" de Papá Noel en Dolby Surround. Por eso sostengo y le prevengo, estimado Martiño Noriega, que de esta crisis migratoria no le salva ya ni el anuncio del Almendro.

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