Opinión

Hacia un nuevo humanismo (II)

En el artículo anterior, concluía que la globalización y la pandemia nos impulsan a retomar la idea de la unidad del género humano puesta en cuestión por el posmodernismo. Sin embargo creo que se debe de admitir parte de la crítica que este movimiento filosófico dirigió en su momento al concepto de ‘Hombre’, tal como fue entendido por la modernidad ilustrada y decimonónica, vinculado a la hegemonía de la razón tecnocientífica y al progreso industrial, y por lo tanto a un eurocentrismo muy próximo a la depredación colonial. Este ‘humanismo’ pecaba pues paradójicamente de ‘inhumano’ en tanto que excluyente de otras formas y estilos de vida presentes de hecho en la humanidad real; pero también limitaba el concepto de lo humano a su aspecto racional, dejando fuera la emotividad, e incluso como la propia palabra ‘Hombre’ implícitamente indicaba, el aspecto femenino de nuestro ser.

El nuevo humanismo que algunos postulamos tiene que superar esas deficiencias y parcialidades del anterior, asumiendo en su interior y a la vez superando la crítica posmoderna. Edgar Morin apuntó ya en ese sentido cuando señaló que “lo que está muriendo en nuestros días no es la noción de hombre, sino un concepto insular del hombre, cercenado de la naturaleza, incluso de la suya propia”, y que “no deben despreciarse la afectividad, el desorden, la neurosis, la aleatoriedad. El auténtico hombre se halla en la dialéctica sapiens-demens…” (E. Morin, ‘El paradigma perdido.’). El ser humano es algo más que razón y técnica: es también sentimiento, es deseo, amor y temor, pasión y compasión; un auténtico “héroe de mil caras” —en expresión de Joseph Camp-bell— que nunca se agota del todo en una única definición. Pero precisamente esta plasticidad, este carácter indeterminado, proteico y polifacético, es uno de los rasgos distintivos de este nuevo concepto de humanidad que debe ser entendida más correctamente ahora como unidad en la diversidad.

Si se me permite la autocita, hace muchos años, buscando una descripción distinta del individuo, pergeñé esta: “fragilidad autoconsciente”, que explicaba así: “ser contingente, frágil, y SABERLO, ser consciente de ello: esto es lo específico del hombre, no simplemente ‘pensar’ ; o dicho de otro modo: sé que soy débil, que soy insuficiente y necesitado (de otros) (…) Saberse ser pudiendo no ser, faltándonos ser o siendo insuficientes, es el principio de una nueva filosofía y una civilización comprehensiva, integradora, ‘acogedora’. Es preciso que todos seamos conscientes de nuestra insuficiencia para que la totalidad resulte al mismo tiempo armoniosa y respetuosa de todas las diferencias”.

El otro (el próximo, pero también el distante y distinto) no es pues mi contrario, sino mi complementario, como decía Machado; y la humanidad no es un patrón homogéneo sino plural y complejo, pero que a través de la comunicación y el diálogo es capaz de relacionarse y cooperar. La conciencia de la propia fragilidad que esta pandemia ha puesto de manifiesto con una extensión universal es por ello, a mi entender, una oportunidad para alumbrar un renovado humanismo que no se base ya en el orgulloso poder de la razón y de la técnica sino en la humildad de quien se sabe débil e incompleto, necesitado de la ayuda de los demás y de una naturaleza con la que precisa armonizarse.

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