Opinión

La solidaridad mal entendida

La solidaridad es una de las virtudes más enriquecedoras del ser humano. Somos egoístas por naturaleza y aprender a compartir no es fácil, pero ayudar a los demás siempre reporta algún tipo de satisfacción. Odio sin embargo ese tipo de solidaridad de fachada que suele ir acompañada de cierto aire de superioridad. Hace unos días me crucé por la calle con un grupo de personas acaudaladas que alardeaban de lo generosas que habían sido estas navidades comprando rifas en su parroquia para ayudar a «los pobres».

Odio ese calificativo. Odio cuando la gente habla de «los pobres» como si fuesen de una raza o de una nacionalidad distinta. Como si estuviesen destinados a permanecer eternamente en un grupo inferior al de «los ricos», que parece que tienen su posición asegurada de por vida. No soporto ese tipo de solidaridad entendida únicamente en términos de compasión. A mí hace tiempo que dejó de preocuparme la imagen que cada uno tiene de sí mismo, pero tengo que reconocer que me quedé con las ganas de acercarme a todos aquellos generosos y decirles lo mismo que le expliqué a mi hijo cuando —siendo más pequeño— me pidió unas monedas para dárselas a «los pobres».

Le dije que carecer de recursos económicos es una circunstancia y que casi todo el mundo —nosotros incluidos— podríamos llegar a ser pobres en cualquier momento por diferentes motivos. Me miró extrañado y se marchó pensativo. Al día siguiente me dijo: «Mamá, ¿y no crees que tendríamos que aprender a tocar algún instrumento por si algún día somos pobres? Como tengamos que pedir en la calle no nos van a dar dinero porque no sabemos hacer nada interesante». Tengo que decir que, aunque lo intentó una temporada, la reflexión no despertó su vena artística —ni la del resto de la familia—, pero dejó de mirar a «los pobres» como si fuesen diferentes a él.