Opinión

«Papá, resiste»

La primera vez que oí hablar de Wuhan fue por una noticia que dimos en el periódico. Una gran ciudad situada en el centro de China, y con una población superior a los once millones de habitantes. 

Hace poco, nuestro rotativo informó también del hospital de campaña construido para albergar a miles de enfermos. Las camas se apilaban en línea y miles de personas combatían un nuevo virus, el covid-19. Las organizaciones internacionales habían avisado del peligro de que se extendiera por el mundo. Estábamos demasiado lejos para que nos afectara. En Europa, en España, en Madrid.

En menos de un mes, el virus estaba en Italia. Desconcertados, no entendíamos qué estaba ocurriendo. Nuestras autoridades nos ocultaron lo que sabían. Cegados, embaucados y engañados, vivíamos felices. 

Veintiún días después tenía tos. No podía respirar. Llamé a un médico amigo. Salvo que estuviera realmente mal, no debía acudir a un hospital. «Y, apártate de tu mujer y tus hijas».

Al día siguiente me ahogaba. «Si no mejoro, tendré que ir», me dije. Dos horas después salía de casa en un estado lamentable. Urgencias estaba abarrotada. Fiebre alta, tos, fatiga, dolor de cabeza y muscular eran los síntomas más habituales. La entrada del hospital se asemejaba a un mortuorio. 

Después de esperar siete horas en el triaje, quedé ingresado. La Uci estaba saturada. Todos estaban boca abajo conectados a respiradores. El cuadro era espeluznante, infernal, apocalíptico. Pero ahí me quedé. Mis únicas pertenencias, además de la ropa que vestía, mi cartera y el móvil. 
Debía enviar mi último mensaje de WhatsApp. Le decía a Carmen que me quedaba ingresado en la Uci. «Cuidaos mucho y besos para todas mis niñas. Os quiero mucho».

Una enfermera me explicó lo que me iban a hacer. «Debe ser de mi quinta», pensé. Se llama Susana.

Me colocaron boca abajo y me conectaron al respirador. Creí estar viviendo una pesadilla. Dolores y dificultades para tomar aire. No recuerdo haber pasado una gripe desde que cumplí los diecisiete. Tengo cuarenta y dos años. Soy periodista. Mi mujer es juez. Tenemos dos hijas, de 10 y 7 años. 

Nuestra vida era plácida. Sin sobresaltos. Ordenada. Para algunos, aburrida y monótona. 

«En pocos días, estaré de vuelta con mis chicas», recapacité. «Ahora, me sentía francamente mal. Esto pasará pronto. Soy un tío fuerte. Deportista. Tengo una salud de hierro».

Mi primera noche fue terrible. No podía respirar. Incómodo y molesto, además de irritado. Profundamente cabreado. No concilié el sueño, a pesar de los somníferos. Se oían los quejidos de muchos ingresados. Un ir y venir constante de médicos y enfermeras. Al menos dos ingresados nos dejaron para siempre esa noche. 

Al día siguiente conocí a otros médicos y enfermeras. Se afanaban en atendernos a todos. Atareados, se multiplicaban para oír nuestras quejas y lamentos. No daban abasto.

Cuando por la noche oí la voz de Susana me conmoví. Un estremecimiento recorrió mi extenuado y debilitado cuerpo. Una voz conocida. Ella sabía que yo tenía mujer y dos hijas. Susana estaba también casada. Tenía un hijo. Entre nosotros se creó un vínculo especial. Además de una mujer fuerte, luchadora y extraordinaria se convirtió en mi contacto con el mundo exterior. Estaba inmerso en un aislamiento inhumano y perverso.  

Siguieron un número incontable de días confusos. Una nebulosa envolvía el gran espacio de la Uci. Gritos de dolor y desesperación daban paso a un silencio sobrecogedor. Turbación, miedo, desasosiego, dolor. Agitación y revuelo continuo. Cada persona que nos dejaba era una sacudida en las entrañas para los que allí quedábamos. Más miedo, más temor de ser el siguiente. 

El recuento luctuoso y doloroso de muertos no se detenía. El sombrío y lóbrego balance avanzaba sin piedad. 

Hubo un día feliz. Distinto. Susana me enseñó una foto enviada a mi móvil de mis niñas. Sostenían un cartel que decía con grandes letras: «Papá, resiste». Lloré. Ya no tenía fuerzas. No podía más. «Me rindo», le dije. Susana me consoló. «La palabra rendirse no se pronunciaba en la Uci. Era una palabra proscrita. Tú, como periodista, lo sabes». 

Al día siguiente, me trajo un regalo. El regalo más valioso que he recibido jamás. Lo pegó en la cabecera de mi cama. Cada vez que abriera los ojos vería la foto que me habían mandado mis hijas.

Las despedidas seguían produciéndose sin cesar. Un goteo incesante e inacabable. Los que se iban, sin despedida de los suyos, solo tenían la mano de algún sacerdote a la que asirse. Dejaban camas vacías que suponían una oportunidad para ser ocupadas por otros que esperaban tras las puertas de acceso. Ninguno conocíamos la suerte que nos esperaba. 

La conmoción reinó también entre los profesionales. Su entrega generosa y abnegada con nosotros supuso su propio sacrificio. Sus contagios provocaron que ocuparan camas vecinas a las nuestras. Era entonces cuando nos estremecíamos y padecíamos en la misma orilla tan dura batalla. 

Los días se sucedían. Una y otra vez sin un horizonte claro. Las muertes, no por esperadas, dejaban de abrumarnos y atormentarnos. Una batalla sin cuartel y sin salida. 

139 días durísimos en los que dos palabras, «papá, resiste», llenas de ternura, dulzura y amor mantuvieron viva mi esperanza. Reconfortaron mi aliento y equilibrio. Impidieron el encogimiento de mi alma. Fueron un bálsamo y un consuelo en mis horas cercanas a la muerte. 
Me ayudaron a vencer mi debilidad y aflicción. Mi agotamiento, desaliento y fatiga. Mi entrega final. Me devolvieron tenues sentimientos de fortaleza, vigor y energía. Reavivaron mis escasas fuerzas para luchar. Para salir con vida. 

A mi salida, emocionado, las abracé como si fuera la primera vez.

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