Opinión

Guillermo o Guillermina

Cuando mi madre se quedó embarazada de mí saltaba de emoción. Llevaba esperando un embarazo desde hacía doce años. Tenía los nombres preparados desde el principio. Sí era niño sería Guillermo, y si era niña sería Guillermina.

Desde muy pequeño me encantaron los deportes más selectos, los menos extendidos: lanzamiento de peso y de jabalina. Practicaba uno y otro sin decidirme, hasta que mi entrenador me puso en la disyuntiva: si no eliges tú, lo haré yo. Y, entonces, resolví que lo mío era la jabalina.

Era soñador desde niño, como lo había sido mi madre, aunque nuestros sueños corrían por distintos derroteros. Ella soñaba que algún día sería un médico famoso: cirujano, oftalmólogo… Yo, por el contrario, codiciaba alcanzar un día el podio. 

Sentir el aplauso, la admiración, el reconocimiento y la aclamación del público. 

Imaginaba mi subida a las alturas. Subir y subir hasta lo más alto del podio. Y desde ahí mirar, con desdén y condescendencia a mis compañeros y rivales. A derecha e izquierda. 

Pero, por más esfuerzos, por más horas de entrenamiento, dedicación y sacrificios nunca llegué a destacar. 

Esa falta de liderazgo entre los deportistas que practicábamos la jabalina me hizo ser un espécimen anodino. Estaba frustrado. Todas mis ilusiones estaban depositadas en ser famoso, ser uno de los mejores en mi deporte. Pero, nada de eso lograba. 

Desesperado por no conseguir lo que me proponía lo dejé todo y lo cambié por el fútbol. Otra vez me estrellé, y antes de que me echaran ellos, me fui yo. Después, probé fortuna con el baloncesto. Mi experiencia fue aún más breve que la de dar patadas al balón. 

Resentido y enfadado con mi físico volví a la jabalina. 

En las competiciones volvía a tropezarme con una insatisfacción tras otra. Descontento, contrariado y decepcionado conmigo mismo no veía la salida.

En la cama daba vueltas. Ya no era capaz ni de conciliar el sueño. 

Una noche más de insomnio tracé un plan. Sería medalla de oro en todas las competiciones en las que me presentara en adelante. 

Y dicho y hecho. 

Empecé a ponerme viejos vestidos de mi madre. Acudí al registro civil y solicité el cambio de sexo. Cuando lo conseguí tenía una nueva personalidad. Era transexual y mi nuevo nombre era Guillermina. 

El primer campeonato al que me presenté nadie me conocía. Tenía una envergadura física muy superior al de mis compañeras y una complexión mucho más fuerte. Me miraban extrañadas. Y lancé mi jabalina. Con la fuerza que le di corría a más velocidad y recorrió muchos más metros que las arrojadas por las otras atletas... ¡Por fin había ganado!

Mis contrincantes acudieron a los árbitros y presentaron una queja. Pretendían invalidar la competición. 

Sus protestas no fueron admitidas. Yo era medalla de oro. Subí al podio y tras muchas protestas, reproches y acusaciones me acompañaron finalmente dos lanzadoras. 

Al acudir a los vestuarios me impidieron la entrada. Rechazaban mi admisión. En otras ocasiones, cuando llegaba la orden de permitir mi acceso, eran ellas las que salían. 

Mi carrera deportiva cambió radicalmente. Vencía. Ganaba. Dominaba. Superaba marcas. Alcancé fama y notoriedad. Ninguna mujer lanzaba más alto ni más lejos de lo que yo lo hacía. Ninguna podía batir mis marcas. 

Durante años me confortaba recibir el asombro, la sorpresa y la estupefacción de cuantos contemplaron mis lanzamientos. Mi carrera, llena de premios, estuvo acompañada de censuras, críticas, afeamientos, desaprobaciones y reparos. 

Al retirarme a los cuarenta y siete años me recluí en mi casa rodeado de vitrinas repletas de galardones, trofeos y premios. Sentía un enorme placer.

Pero, volviendo la vista atrás jamás gocé del compañerismo, la camaradería, la complicidad o afecto de mis competidoras. Tampoco abracé la devoción, el fervor, el tributo y el respeto que tanto había ansiado del público que presenciaba mis actuaciones.

Había acumulado fríos triunfos, pero no el calor del aplauso. 

Nunca cumplí mi sueño. 

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