Opinión

Enamorados

Se habían quedado viudos hacía dos años. Se conocieron bailando los martes en el club de jubilados de La Milagrosa. Los dos eran moradores nuevos de la residencia de ancianos situada a unos metros.

Coincidieron también en un torneo de damas y en otro de petanca. Iban juntos a un club de lectura. 

Se hicieron muy amigos. Ana tenía 78 años y Álvaro 82.

Solo dos meses después de conocerse salían juntos. Paseaban a sus nietos. Los llevaban al cine y a merendar. Se compenetraban. 

Cumplidos los seis meses de su primera cita, decidieron casarse. Sería en primavera. Viejecitos, pero profundamente enamorados. 

Álvaro tomaba sus manos entre las suyas. El roce de la piel de Ana le estremecía. Anciano sí, pero seguía siendo y sintiendo como un hombre. Interiormente era el mismo.

Ana se conmovía. Se turbaba. Gozaba. No importaba la edad. Experimentaba palpitaciones, excitación y emoción. Mayor para algunos, pero su corazón latía como el de cualquier mujer. 

Aquella noche se despidieron como las anteriores. Álvaro la besó en la frente. Le deseó buenas noches, le acarició con infinita ternura y besó su mano. Cada uno regresó a su habitación. 

Al día siguiente se decretó el estado de alarma. Todos fueron confinados. Nadie podía salir de su habitación. 

Ana le llamó. No cogía el teléfono. Volvió a llamarle. Así, una y otra vez durante toda la mañana. No respondía. Quería salir de su habitación, pero no les dejaban. 

Cuando le llevaron la comida, Ana le preguntó a la camarera por su entrañable amigo Álvaro, el de la habitación 327. 

Entonces oyó, incrédulamente, que a Álvaro le habían trasladado de madrugada al hospital. Le rogó que le informara. Necesitaba saber dónde le habían llevado. Pero, sobre todo, qué le había pasado. Llamó al despacho de dirección. Seguían sin cogerlo. 

El desasosiego, la angustia y la desolación llenaron las jornadas siguientes a partes iguales. 

Solo repitió una frase hasta el día de su muerte: 
—Hubiera dado mi vida por haber entrelazado nuestras manos una vez más.

Ana no entendía la zozobra que vivía. 

Había sufrido con entereza momentos durísimos. Con sesenta y cinco años tuvo que enterrar a uno de sus hijos. A su marido, a los 70. Había guardado todo el dolor para sí. Su alma se había roto, pero no flaqueó ante sus seres queridos. No permitió que el sufrimiento le hiciera caer.

Mucho menos sucumbir. 

Ofreció su hombro deshecho para consolar a otros. Procuró disipar el dolor de los demás. Entregó consuelo. Proporcionó desahogo. Se convirtió en un bálsamo para todos los suyos. No miró su dolor, ni pensó en su padecimiento. No se recreó en su aflicción, ni se lamentó. No se quejó, ni maldijo. 

Ahora, las noticias se producían con cuentagotas. Mientras, le embargaba la tristeza y el pesimismo. 

Sin más confidencias ni declaraciones y con los nervios a flor de piel recibió por la directora de la residencia el funesto desenlace. Álvaro había muerto solo. Sin su presencia. Sin sus hijos. Solo. Con un respirador. Tumbado boca abajo en una cama de UCI. 

Faltaban solo unos días para su boda. Ana, entre sollozos, se preguntaba: —¿Habrá tenido miedo? —¿Habrá llorado? —¿Habrá tenido alguien a su lado que le cogiera la mano en el momento de su partida? —¿Una mirada de ánimo para el viaje? —¿Una palabra de coraje y confianza? —¿Una señal de consuelo? —¿Un halo de esperanza? —¿Le transmitirían un cariño de sus hijos? —¿Un te quiero de mi parte? 
Sus preguntas nunca tuvieron respuesta. 

Con profunda tristeza en sus ojos y su mirada perdida y suspendida en el vacío para siempre, solo repitió una frase hasta el día de su muerte: —Hubiera dado mi vida por haber entrelazado nuestras manos una vez más.

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