Opinión

Cruzar al otro lado

Estaba enfadada, harta y amargada de vivir en la pobreza. Siempre lo consideró injusto. Se preguntaba porqué unos tenían tanto y otros tan poco. 

Desde hace tiempo había decidido la vida que quería. Cruzar la línea, vivir al otro lado. No importaba qué medios tuviera que utilizar. El fin que ansiaba justificaba sobradamente cualquiera de sus actos. Y el fin era evidente. Quería ser rica. Deseaba disfrutar de la buena vida. Anhelaba tener bienes materiales, no cualquiera, sino los mejores, los más caros, y sin poner límite alguno a sus pretensiones. Soñaba con una vida de lujo extremo, de boato para disfrutar de los placeres de la vida, de todas las delicias que se pudiesen alcanzar con dinero. 

Se trasladó a Florida. Llevaba consigo su valor más preciado: un cuerpo escultural y una belleza exótica. Un metro setenta y ocho centímetros de altura, una figura espectacular, unas piernas interminables, una larga y espesa melena negra, unos labios carnosos y unos rasgados ojos verdes. Era dulce y sabría ser sumisa, dócil y complaciente. Ese era su acervo y su bagaje.

Cubana de nacimiento no hablaba inglés, pero el lenguaje de los signos era por sí solo suficiente para sus propósitos. Con veinte dólares en su bolso llegó a Palm Beach. Sabía que este rincón al sur de Florida es el retiro de los multimillonarios de Estados Unidos.

Se presentó en el privado y exclusivo The Breakers Sport Pro Shop. Campos de golf, pistas de tenis, pádel, piscinas de agua dulce y salada al lado de las mejores firmas y boutiques del mundo reunidas en sus instalaciones. Los restauradores más famosos regentan los restaurantes. Y, finalmente, la sede del club en la que se encuentra el bar. Un bar gigantesco con numerosas salas. Una con sofás y luz tenue, otra con sillones y mesas de juego. Los estilos de decoración se suceden en los salones: inglés, japonés, francés, español, italiano. La inmensa y magnífica estancia quedaba rodeada de una amplia terraza con sillas, tumbonas y toldos para guarecerse del envidiable sol caribeño. 

El club solicitaba cuatro camareras. Y Yanet consiguió una entrevista. El director del club quedó impresionado primero por la belleza física de Yanet, y después por la desenvoltura, la naturalidad y dulzura de la chica. Olvidó su desconocimiento del inglés y quedó contratada.

Yanet había dado su primer paso con enorme facilidad. 

Matthew Lonegan era un asiduo del club. Prácticamente vivía en sus instalaciones. De setenta y cuatro años bien llevados, era y había sido un negociante todo terreno extraordinario. Sin estudios y con gran olfato para los negocios triunfó siendo muy joven. Su primera empresa fue de madera. Después, tuvo negocios bancarios, y, más adelante, se dedicó con gran éxito al transporte marítimo. Era un negociante nato que, alcanzado el éxito en una empresa, se lanzaba a otra buscando otro triunfo. Todo cuanto tocaba se convertía en oro. Gozaba de un talento natural para oler el dinero. Solo fracasó en dos empresas sin llegar a arruinarse ya que como le había enseñado un amigo: —Nunca pongas todos los huevos en la misma cesta.

Físicamente no era tan agraciado. Era de baja estatura y feo. Ni siquiera de joven había sido atractivo. Le acompañaba un difícil carácter. Acostumbrado a mandar era impositivo, dominante y autoritario. 

Era celoso, desconfiado y suspicaz en sus relaciones amorosas. 

Casado en seis ocasiones, estaba soltero otra vez desde hacía unos meses. 

Los fracasos sentimentales y el paso del tiempo le apremiaban y reclamaba una atención continua, acaparando y absorbiendo deferencias y consideraciones sobre su persona. No era una persona fácil para la convivencia. Quien no acatara sus deseos recibía una bravucona y despótica respuesta. 

Deseoso de encontrar una mujer joven quedó obnubilado al ver a Yanet. Tras pedirle un whisky, volvió a llamarla para pedirle unas patatas fritas. Y tras dos minutos, unas aceitunas. Al llevarlas a la mesa la invitó a sentarse. Yanet agradeció el gesto, pero le indicó que no estaba autorizada para ello. 

Cuando el club se cerró, insistió en llevarla en coche hasta su casa. 

Tras una insistencia feroz consiguió que se subiera a su exclusivo Bugatti La Voiture Noire. Yanet estaba deslumbrada. Al despedirla, Matthew la besó, y la despidió: —Mañana nos vemos.
Yanet se metió en su habitación. Estaba impresionada y boquiabierta. Nunca había visto un coche igual. Era multimillonario tal y como le dijo una camarera que trabajaba desde hacía meses en el club. Cómo era posible que el primer día hubiera encontrado lo que buscaba. Estaba libre, y encima estaba al acecho buscando compañía. «Era perfecto. Perfecto era poco. Insuperable. Inigualable». Durmió poco y mal. 

Al día siguiente, tras arreglar su larga melena, se pintó resaltando sus grandes y atractivos ojos y sus jugosos labios. 

Al entrar en el club comprobó que ya estaba allí. La esperaba. En cuanto la vio entrar la llamó. —Siéntate aquí conmigo. —Gracias, dijo ella. Matthew insistió: —No te preocupes, nadie te llamará la atención. Ya hablé con tu jefe. Está todo arreglado. Hoy no trabajarás. Podrás pasar el día conmigo. Yanet dirigió su mirada hacia su jefe y le vio hacer una inclinación con la cabeza asintiendo. 

Entonces, tomó asiento. Matthew habló sin parar. No le quedó una pregunta por hacer. Le ponía sus manos sobre sus esbeltos y hermosos muslos. 

La mirada de Matthew la devoraba. Pasadas las dos de la madrugada la invitó a salir de allí. Llamó a su chofer y se subieron en su limusina Rolls-Royce Phantom EWB que cuenta con una suite inmensa y espaciosa. Yanet no llegó a ocupar esa noche la habitación que había alquilado.

Solo un mes más tarde Yanet y Matthew contraían matrimonio. En los acuerdos prematrimoniales firmados, Yanet se comprometía a una larga lista de exigencias del que iba a ser su marido. Ningún momento del día le quedaría libre. Mantener las relaciones sexuales que Matthew le exigiera, en fondo y forma. Permanecer a su lado todo el día, ofreciéndole caricias y mimos sin cesar. Las atenciones que le debía prodigar, la forma de comportarse.

En adelante, no tendría tiempo para sí misma, ya que su vida giraría en torno a él. Debería dejar de lado a su familia y amigas. De hombres ni hablar. Ni siquiera se le permitiría el trato con ellos en la peluquería, ya que obligaba en adelante a tratar solo con peluqueras. Cualquier modista a la que encargase ropa exclusiva y de lujo tenía que ser una mujer. 

El único hombre de su vida era él: Matthew Lonegan. 

Yanet recibió de su marido una sortija con una piedra descomunal. Se mostraba felizmente casada. Su sueño se había hecho realidad en apenas unas semanas. No podía creerlo. Matthew la seducía colmándola de regalos. Yanet, encandilada y absorta, disfrutaba de muchas riquezas materiales, ahora a su alcance.
Hipnotizada, maravillada y emocionada llamó a sus amigas sólo para que la felicitaran por su arrollador éxito: tenía su ‘sugar daddy’. 

A los tres meses de su boda empezó a conocer a la familia de su marido. Las reticencias de muchos se pusieron de manifiesto. Matthew se mostraba feliz y dichoso. Yanet cumplía su papel. Era cariñosa, dulce, tierna, sumisa y amorosa. Todo se observaba con detalle y exactitud conforme a lo acordado hasta que Yanet conoció a su sobrino Barry, de treinta años. Barry iba a pasar un mes a casa de su tío. 

Fue un amor a primera vista. Barry quedó prendado de ella, y ella de él. No podían cruzar siquiera una mirada. Matthew no la perdía la vista, la vigilaba. Supervisaba sus movimientos. La custodiaba, defendía y resguardaba de todos los hombres. Daba igual la clase de hombre que se le acercara. 

La atracción y el deseo entre Barry y Yanet se acrecentaba. Un día Barry le pasó una nota pidiéndole que dejase a Matthew y se fugase con él. No se atrevió a contestarle.

Parecía que su marido sospechaba algo. 

A los dos días, intentó hablar con ella en la piscina de su casa. Matthew apareció de inmediato acompañado por su mayordomo. Yanet conocía su carácter suspicaz, pero desconfiaba aún más de su maestresala. Era ambicioso y sabía que su jefe agradecería y pagaría con creces que le descubriera el engaño de su mujer, si ella siquiera pensase en traicionarle con otro. 

Barry insistía y dejó otra nota en la tumbona de Yanet, debajo de su toalla. Al volver del baño no la vio. Ahí quedó olvidada. Cuando el servicio recogió la piscina al atardecer encontraron el papel que entregaron a la mano derecha del señor de la mansión. 

Tras la cena, el mayordomo preparó a Matthew antes de entrar en el tálamo con su esposa. Fue entonces cuando le enseñó la nota que decía: «Quiero que claves tus ojos en mí para siempre, fundirme con tu cuerpo, perderme entre tus piernas... ¿esta noche?» Como si no fuera con él, Matthew entró en el dormitorio. Admiró su cuerpo escultural e hizo el amor con ella. 

Tres horas después aprovechando el silencio sepulcral de la mansión se dirigió a su despacho. Sacó del cajón de la mesa su pistola. Después de dirigió a la habitación de Barry, y mientras dormía descargó todas las balas de su recámara en la cabeza de su sobrino. A continuación, volvió a su habitación. Despertó a su bellísima mujer y la invitó a la habitación de su sobrino para que amortajara su cadáver.

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