Opinión

Un Banksy en nuestra ciudad

Hay un Banksy en nuestra ciudad.

No es el conocido por todos, aunque como a él nadie le ha visto la cara.

Es un personaje anónimo. Por no saber, ni siquiera sabemos su sexo, edad, altura, profesión o condición social. Se oculta entre los residentes y turistas.

A lo mejor le conocemos. Quizá nos lo tropecemos habitual o esporádicamente en un cruce, en una acera, en un autobús. ¡Es emocionante!

Puede que coincidamos con esa persona misteriosa en el supermercado, en la peluquería, en la iglesia. Podríamos estar a su lado sin sospechar que se trata de él.

Su obra es diferente y revolucionaria.

Empezó a actuar una fría y lluviosa mañana de invierno.

Todos los mendigos tirados en la calle, en marquesinas, en escaparates, en oficinas bancarias se despertaron con un café caliente al lado de su improvisado catre. Un simple vaso de cartón encerado con una bebida caliente. Entonces, nadie lo percibió fuera del agradecimiento de todos los indigentes agraciados.

Pasados siete días, los marginados volvieron a sorprenderse al ver a sus pies unas nuevas mantas. Eran nuevas, cálidas… pero sobre todo ¡limpias! Todos arrojaron a las papeleras sus viejas y sucias mantas. Cada manta nueva era de un color. A partir de ese día los diferentes y llamativos colores los identificarían con una tonalidad distinta.

Una semana después, nuestro actor volvió a actuar. Cada vagabundo encontró en su cabecera un recipiente reciclable con una generosa ración de pasta con carne. Gracias al envase el contenido se mantenía caliente durante horas. Encima y adherido había un tenedor.

Un periodista había observado el cambio de manta y la ración de comida y preguntó a un hombre que vivía en la calle. Este le contó lo que había sucedido, no solo a él sino a todos los que él conocía.

Hubo que esperar otra semana para que pudiéramos verificar su nueva actuación. Parecía seguir un esquema predeterminado. Según eso: ¡Tocaba ropa! Y como en las ocasiones anteriores y al lado de sus cabezas apareció doblada una chaqueta. Eran amplias y de distintos colores. A todos les servían con más o menos remango.

En la cuarta semana y alertados por el periodista, muchos ciudadanos estaban al acecho. Detrás de cada mendicante había un espía con los ojos bien abiertos preguntándose: —¿Quién era? —¿Cómo era posible que nadie le hubiera visto? —¿Por qué hacía todo ese bien de forma silenciosa y anónima? —¿Se trataba de un mensaje subliminal? —¿Se daría a conocer en algún momento? —¿Le descubrirían?

Es excitante pensar que un día podemos encontrarlo por las calles.

Y, al no destaparse su personalidad, cada semana ganaba un mayor interés y protagonismo. La prensa anunció que reservaría un espacio al dadivoso personaje.

Todos esperaban al séptimo día, pero ese día no actuó. Muchos ciudadanos se sintieron frustrados y más de uno pensó que había sido flor de un día.

Pero, para su sorpresa, a los dos días volvió a sembrar las calles de esperanza. Cada mendigo se encontró con una pequeña almohada y una fina colchoneta enrollada.

Interrogado alguno de ellos declaró que no sabían de quién se trataba. —Nunca le hemos oído ni visto. Ni siquiera al dejar sus regalos.

En las semanas siguientes repetiría algunas acciones ya conocidas y añadiría otras. Un saco de dormir, una estera, un vale para una comida en un restaurante, un regalo de fin de semana en un hostal… Cada semana se repetía la emoción y la sorpresa. La ciudad despertaba ansiosa esperando una nueva acción. El periódico le reservaba su espacio. Y así estuvo presente durante año y medio. Y, un día, dejó de ocurrir lo que todos anhelábamos. Las calles de la ciudad callaron por la pérdida sufrida. Los habitantes quedaron desguarnecidos. Los pobres desasistidos. Expectantes. 

El periódico se publicó con un espacio en blanco durante semanas escenificando el vacío que había dejado en los corazones de los necesitados.

Nunca más volvió a actuar. La pena y la tristeza se extendían entre los ciudadanos. Había aparecido y desaparecido de la misma manera. En silencio, sin decir nada. Sin revelar su nombre.

Entonces se oyó el clamor ciudadano. Exigían al ayuntamiento la construcción de una escultura. Una imagen sin rostro.

Y, después, sucedió el milagro. Empezaron a producirse actuaciones anónimas y esporádicas de ayuda a los indigentes. Imitaban a las que ya se conocían. La semilla había germinado. El recuerdo de su ciudadano ejemplar no se perdería nunca. Su comportamiento había transformado el corazón de muchos. Inició una estela que otros siguieron.

La ciudad revivió y la alegría retornó de nuevo a sus calles. Volvió a ser la ciudad que un día fue, acogedora y sensible a las necesidades de sus ciudadanos.

Y todo gracias a su hijo predilecto: el sin rostro de gran corazón nos había enseñado un mundo mejor. Nuestra sociedad agonizaba en vida, y gracias a la esperanza y las sonrisas que nos proporcionó, resurgió de nuevo.

Hasta siempre amigo. 

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