Opinión

Al borde del abismo

Leo el periódico a las ocho de la mañana mientras tomo un café. En la portada aparece la noticia de una muerte trágica. Una más a sumar a la lista siniestra de fanatismo y violencia. Una muestra más de la intolerancia. Una mujer joven de 26 años asesinada por Ricardo, su pareja. La mató en presencia de su hijo Bruno, de cuatro años.

Al ver su foto la reconozco. —Es Laura. No puede ser. No. ¡Que horror!, me lamenté llena de consternación y amargura.

—¡Pobre Laura! Que cerca estuvimos de cambiar el brutal destino de su vida, pensé. No puedo recriminarme nada. Lo intentamos. Cuantas decisiones diarias modifican el rumbo de nuestras vidas… Su destino pudo ser diferente. 

Habíamos coincidido dos años antes. Su abuelo me llamó para que la ayudáramos. 

Tenía solo 24 años cuando huyó de Ricardo tras infligirle malos tratos. Fue valiente. Reunió las agallas suficientes para dejarlo todo y emprender una vida nueva. Vivió tranquila con y para el hijo de ambos.

Puso el océano entre ellos. Miles de kilómetros. Había huido en secreto a Tenerife. Allí no podría localizarla. 

Año y medio después, sin medir las consecuencias de sus actos, unos amigos comunes le facilitaron a Ricardo el nuevo teléfono de Laura. Y, entonces, él empezó a llamarla. 

Unas semanas más tarde, Ricardo le confesó su arrepentimiento: —Sigo queriéndote. Echo de menos a nuestro hijo. Vuelve. No te arrepentirás.

Se sentía engañada. Se lamentaba de que unos amigos le habían dado el nuevo teléfono móvil y, como una tonta, se había dejado engañar otra vez

Deja que te demuestre lo que he cambiado. Ya ves por teléfono que soy otro hombre. Fue una mala época. Todo aquello pasó. Es un mal recuerdo.

Siento muchísimo que hayas pasado por el peor momento de mi vida…

Laura volvió con él. Los dos primeros meses fueron emocionantes. Laura seguía enamorada y Ricardo parecía haber cambiado. Llevaba al niño al colegio e incluso preparaba alguna comida. 

Pero, tras los primeros sesenta días, Ricardo volvió por dónde solía. Empezó a dormir por la mañana y la noche la pasaba en la calle. El trapicheo era su trabajo y el dinero que ganaba lo reservaba para sus gastos. 

La convivencia se deterioraba por días. Los gritos se hicieron cotidianos, las peleas eran constantes. Volvieron los insultos. Y también las amenazas, los empujones y las bofetadas. Los arañazos, moratones y erosiones se imprimían en su joven cuerpo. Volvió a cubrirlo para ocultar las huellas y estigmas que denotaban su pesadilla. 

Ismael, abuelo de Laura, me llamó. Teníamos que ayudarla. Si quería seguir viviendo tenía que salir de allí. 

La llamamos el lunes y quedamos en una cafetería. Nos contó a duras penas y a grandes rasgos su día a día mientras Bruno estaba en el colegio. Se sentía engañada. Se lamentaba de que unos amigos le habían dado el nuevo teléfono móvil y, como una tonta, se había dejado engañar otra vez. 

Volvimos a reunirnos con ella el miércoles en horario escolar. Bruno estaba de nuevo en el colegio. Nadie debía enterarse de estas citas, y menos aún de lo que hablábamos. Si le ayudábamos, estaba dispuesta a dejar a Ricardo. Pero nos advirtió: —Tengo miedo. Si se entera de que me voy con Bruno, no sé que me haría. Se volvería loco. Creo que me mataría.

Le garantizamos una total confidencialidad y secreto. No correría ningún riesgo, pero tenía que seguir al pie de la letra nuestras instrucciones. 
Tras su conformidad, planificamos con una ONG la operación salida. Saldría con Bruno por la mañana hacia el colegio, como todos los días. Lo haría exactamente igual que en otras ocasiones. No vestiría de forma especial. Su bolso sería el de siempre, y no variaría su contenido. Bruno llevaría en su mochila los libros o cuadernos del día. 

Irían en dirección al colegio, pero, antes de entrar, cambiarían la dirección hacia la estación de autobuses. 

Tomarían un bus con destino desconocido. Alguien les recogería en la estación término. Y desde allí emprenderían un nuevo viaje. A su llegada le proporcionarían un piso, un trabajo y la entrada de Bruno en el nuevo colegio. Una nueva vida la esperaba...

Quedamos con ella el jueves en la estación. Deberían llegar pasadas las 9.30. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta minutos más tarde, y… no llegaron. Cada minuto que pasaba nos rompía el alma. —¿Se arrepintió? ¿Le habría dicho algo de sus planes a Ricardo? ¿Se lo contó a una amiga, y ésta le convenció de que no lo hiciera?

Dos horas después la llamé. Había cambiado de idea: —Ricardo es un buen tío. Ayer por la noche me pidió perdón. Me prometió, arrepentido y llorando, que no volverá a ponerme la mano encima, va a cambiar. Juró que no me fallaría nunca más. 

—Le voy a dar otra oportunidad…

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