Opinión

Los otros efectos secundarios

SI ALGO nos enseñó la pandemia es que Donald Trump no vio Terminator. De haberla visto modo hace ya mucho tiempo que habría aconsejado a los ciudadanos sustituir nuestra osamenta por un endoesqueleto metálico para evitar cualquier fractura. Sabíamos que Trump es un fascista charlatán pero yo creía que, en el fondo, atesoraba cierta inteligencia primaria que le hacía percibir qué es lo que quiere oír la gente. Estaba equivocado. Desde que le escuché aconsejar lo de beber lejía (desinfectante, para ser exactos) o enfocar a los enfermos con una luz muy fuerte para acabar con el coronavirus ya sé que no, que finalmente no es más que un tonto.

También confirmé otra sospecha: el presidente de Estados Unidos atesora un enorme poder. De otra forma, la médica que estaba sentada a su lado le habría hecho tragarse el micro o, al menos, se habría ido a su casa. Pero se limitó a poner cara de «¡madre mía, madre mía!» y, al día siguiente, decir que el presidente solo estaba interpretando cosas que había oído. Ella no es boba, como su jefe, solo le gusta el dinero incluso a costa de hacer el ridículo delante del mundo entero.

Con respecto a los que se bebieron la lejía porque lo dijo Trump, lamento no tener la empatía suficiente para decir que lo siento por ellos, porque no es verdad. Pero (con este hombre siempre hay un pero), hay un detalle que me hizo desconfiar de todo este despropósito. Mucho alabar las virtudes de la lejía pero, por si acaso, él no se la bebió. A lo mejor tan tonto no es.

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