Opinión

Blues de los milagros del Lugo

En ese terreno desértico, lunar, con escaso oxígeno y mucha desesperación, el club rojiblanco parece haber encontrado su hábitat natural
Juanfran, Nafti, Luis César y Albés. EP
photo_camera Juanfran, Nafti, Luis César y Albés. EP

"¿Con quién vas papá? Yo voy con el árbitro, porque es el único que no pierde nunca", me dijo mi hija Cloe cuando tenía poco más de cuatro años en una tarde de fútbol en el salón de casa. Una de tantas que ya ha vivido, una de tantas que le quedarán. Mi hija llevó a cabo esa elección porque no le gusta perder. No lo lleva bien. Se enfada, se frustra, hasta tiene miedo a competir por no padecer la decepción de la derrota. Aún es demasiado pequeña para entender que caerse es sinónimo de vivir, salvo que seas el Lugo en las últimas jornadas de Segunda División.

Ahí, en ese terreno desértico, lunar, con escaso oxígeno y mucha desesperación que es la parte baja, el club rojiblanco parece haber encontrado su hábitat natural. En ese espacio denostado por todo el mundo, el Lugo se pone las pantuflas y el pijama, se acomoda entre plumas y mantas algodonadas y disfruta viendo cómo todos se sienten perdidos mientras él sabe qué hacer en el momento adecuado.

Ese parece ser el gen del conjunto rojiblanco en los últimos años, el de saber competir en el psiquiátrico del abismo a la Segunda B, o Primera RFEF, o lo que quiera Rubiales. Ahí nunca titubea, no siente pánico, no le tiemblan las piernas. Ahí decide, salva el cuello con mil cabriolas, se zafa de cualquier atadura y se libra con una carambola en el Carlos Tartiere, un gol de Pinchi en Riazor, un doblete de Cristian Herrera, una remontada desde los once metros, una pena máxima fallada ajena en terreno de cuchillos o unas paradas imposibles en la catedral de los milagros que es cualquier campo pisado por los lucenses.

Porque esta temporada ha sido más un blues de Los DelTonos que una campaña como debe ser.

El club se movió en el alambre de las malas decisiones. Si había acertado cambiando a un Juanfran que no había logrado mantener la solidez del final de la 2019-2020, lo emborronó todo, como un mal alumno, despidiendo a Nafti cuando el grupo tenía una identidad, tenía resultados, contaba con un buen colchón de puntos (seis) sobre el descenso y un buen número de jornadas por delante para superar el bache de cinco partidos sin ganar.

LUIS CÉSAR Y EL GÓLGOTA. La llegada de Luis César fue el inicio de la subida al Gólgota. El paso del arousano supuso caminar con la corona de espinas y acumular pecados que purgar. Sin el apoyo del vestuario, con un plan de juego radicalmente distinto al de los últimos años y modificado poco después a la desesperada, los jugadores perdieron la fe y el proyecto se convirtió en un calvario con la cruz a cuestas.

A la ausencia de fútbol se le unió una plaga de lesiones. Por el hospital pasaron todos los básicos: el Puma, Gerard, Manu Barreiro, Iriome, Pita, Campabadal, El Hacen... Una combinación explosiva para arruinar un 2021 aciago.

Tardó demasiado el salón regio en dar puerta a Sampedro. Cuando lo hizo, el equipo estaba en descenso, con una depresión galopante, una crisis de resultados y de juego nunca antes vista en la década de plata rojiblanca y el aroma a cadáver demasiado evidente.

RUBÉN ALBÉS. Ahí apareció el joven Rubén Albés para resucitar a un zombi que no necesitó el lunes de resurrección sino todo el santoral de su lado para obrar el enésimo milagro. El técnico vigués estabilizó al enfermo, dio un plan de juego con sentido, poco a poco se agarró a la sencillez del cierre defensivo, el juego directo y a Barreiro, Valentín, Cantero y al grupo de veteranos para resistir.

Los jugadores, antaño trémulos, dieron un paso adelante tras los varapalos iniciales, con gol del portero del Zaragoza en el minuto 97 como colofón. Cuando parecía todo perdido, se produjo un clic en la cabeza de todos. Un clic de cinco minutos, en el que dos penaltis ante el Mirandés fueron la salvación. Esa victoria dotó de confianza al grupo y lo hizo creer.

Ahí se alinearon los astros de nuevo. Primero con el penalti errado por Álvaro Jiménez en Albacete en los instantes finales (ese punto terminó siendo decisivo, ya que de no haberlo sumado se habría salvado el Sabadell) y después con el triunfo sufrido —con parada milagrosa en el descuento de Cantero incluida— ante el Cartagena.

Ya ahí, fuera del descenso en la última jornada, el Lugo repitió gesta. Se apoyó en una afición animosa y fiel, olvidó las desgracias de meses pasados, de cambios absurdos en los banquillos, de dolencias y de problemas con la cúpula, y fue fiel a un plan efectivo. Albés supo cómo ganar al Rayo, Cantero y Gerard pusieron la diferencia y Manu Barreiro su temple desde los once metros para lograr la permanencia.

El periplo del Lugo no fue el del árbitro de Cloe pero, como él, salió vencedor de un duelo con el destino. Pero esa competencia con los hados de la 2020-2021 no debe repetirse el próximo curso, debe haber sentido común para mantener y confiar en un proyecto, dar al entrenador (Albés o el que sea) las herramientas necesarias y tener calma. Porque los seguidores lucenses no quieren más blues de las derrotas y los apuros, prefieren el rock and roll de las victorias.

Comentarios