Opinión

El señor de las rosas

YO SOY COMO las mujeres que titulaban la novela de Vanessa Monfort, mujeres que compran flores.

Me gusta tenerlas en casa, flores frescas que me regalen esa belleza efímera, cambiante e incontestable de la naturaleza. Quizás por la nostalgia de la infancia y de aquellas rosas que mi madre cortaba con la misma delicadeza que un arqueólogo emplearía al recoger de un yacimiento una vasija. Si cierro los ojos aún puedo sentir aquel aroma. Uno jamás olvida el olor de la niñez.

Como no tengo jardín, y tampoco tengo a mano la floristería de la plaza del Ángel de Madrid donde acudían las protagonistas de aquella historia, cada sábado voy a la plaza a buscarlas. En los puestos de alrededor, un hombre mayor se aposta con sus rosas menos primorosas. Las buenas de verdad las vende en otros canales y las que tienen algún defecto las trae desde Cambre para ofrecer más baratas a mujeres de toda índole. La mayoría las quieren para honrar la memoria de sus muertos en los camposantos. Yo, por suerte, celebro la vida.

No sé cómo se llama el señor de las rosas. Me gusta su rostro surcado por mil arrugas, me maravilla la sonrisa siempre dibujada en esa cara antigua y firme, natural como el tronco de un viejo castaño. Me gustan sus uñas negras de la tierra, hay algo profundamente limpio en ellas, y en su manera de mover las manos despacio, en la forma suave en que escoge los tallos y les retira los pinchos con una especie de tijera.

Es amable y poco charlatán, pero contesta a mis preguntas sin prestarme mucha atención, siempre sonriendo, siempre atento a la flor. Un día me dijo que durante una temporada no iba a venir porque le tocaba esa primavera cuidar a sus padres. Él no lo vio, pero yo abrí muchísimos los ojos. Cómo era posible, pensé, si él parecía casi octogenario. Me explicó que uno tenía 104 y otro 99 y que sus hermanos y él se turnaban para ocuparse de ellos.

Debo admitirlo, entonces pensé que el estado de bienestar se nos estaba yendo de las manos. ¡pero si él ya estaba en edad de que lo atendieran!

Me dijo que regresaba en marzo, pero ese marzo llegó la pandemia y no volví a verlo hasta el otro día. Qué contenta me puse. El tiempo no parece haber pasado por él, guarda la misma serenidad en su cara que un campo de trigo mecido por el viento.

Cuando llegó mi turno le pregunté tímidamente por sus padres. Me dijo, sin cesar en su labor, que habían muerto ambos con muy pocas horas de diferencia hace solo un par de meses. No de covid, contestó a mi curiosidad, «quizás es que la vacuna les pilló bajos de defensas». No aduje, por ternura, que a los 105 años la muerte no necesita excusas. Preferí decir lo siento.

"Juntos vivieron, juntos murieron", añadió.

No es mala forma de marcharse, pensé mientras me retiraba con mi hermoso ramo de flores rojas.

Comentarios