Opinión

La literatura y la sangre

Dicen que no te mueres mientras alguien te recuerde. Según eso, mi abuela Salesa sigue viva porque no hay día que no se me presente. Era la mujer más machista que he conocido jamás y de egoísmo no iba nada mal tampoco, en su universo ella siempre era lo primero, pero era una mujer rotunda, lista, divertida y sabía contar historias como nadie, lo que me hace pensar que la maldad es más tolerable que el aburrimiento, sobre todo porque las madres tiranas pueden ser abuelas cariñosísimas y porque si vas a ser cruel al menos debes tener el buen gusto de hacerlo con estilo. Ella lo tenía, era una aldeana con charme, que parece un oxímoron pero no lo es, la elegancia es algo natural que va mucho más allá de la clase social. Murió dos veces, no como un personaje de novela de Jabois, sino con la muerte en diferido que provoca el alzhéimer. Cuando llegó la definitiva, mamá se abrazó llorando a su cuerpo como si esa ausencia hubiera sido una sorpresa y como si esos años de demencia no hubieran sido una tortura.

Desde que no está, la abuela, que cuando ella era niña le decía que durante su embarazo se despertaba cada mañana deseando que naciera con el cielo de la boca frío, ha sufrido un proceso de beatificación en su memoria. Tal como yo lo veo no lo necesita porque es grande en sus contradicciones, una presencia rotunda y compleja que pierde fuerza si la desproveemos de su lado oscuro, de su personalidad apabullante. Quizás es que yo lo veo con criterios literarios y no emocionales. Nos habríamos perdido grandes historias si Mary Karr o Vivian Gornick, Angelika Schrobsdorff, Lucy Barton o Delphine de Vigan hubieran dulcificado el recuerdo -real o inventado- de esas mujeres alcohólicas, depresivas o aferradas a un recuerdo que nos presentaron en sus novelas. Supongo que si escribieron sobre sus madres es porque nunca dejaron de amarlas. De una madre no se sale nunca, ni falta que hace.

Quizás la vida necesite de maquillaje, pero la literatura necesita de las vísceras y de la carne.

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