Opinión

Va de libros

UN PERIÓDICO me pide que recuerde en sus páginas los libros que marcaron mis veranos. Como pocas cosas me gustan más que hacer metaliteratura, paso tiempo estimulando la memoria para que escupa el botín y arroje a mis pies aquellos libros de otros tiempos que iluminaron los días de vacaciones, sea en la hamaca del jardín, en una toalla playera o refugiada del calor en el oasis de un café. Gracias a ese ejercicio, estos días he reflexionado sobre las costumbres lectoras adquiridas durante años, que empiezan por mi tozuda resistencia a aprovisionarme de literatura en un lugar distinto a una librería: no, no quiero libros que llegan por correo o de mano de un mensajero, sino conversaciones con un librero y el camino de vuelta a casa abrazando el tesoro de mis compras. Luego está la voracidad: me comporto en las tiendas de libros como en las pastelerías, donde todo mi apetece. Después, en el momento de la lectura, leo siempre la biografía del autor que viene en la solapa, y agradezco toda información adicional y prescindible: “Terminó de redactar este libro en su casa de Connecticut”, “Tras abandonar Londres, vive y escribe en una cabaña de Gales” , “Tiene tres hijos, un marido y un perro”.  Luego viene la lectura, que siempre es un viaje feliz, porque siguiendo los consejos sabios de Alvaro Mutis, aprendí a desechar sin remordimiento los libros que no me gustan: “deje los libros que no le diviertan. De todas formas, no le va a llegar la vida para leer todos los que le gustarían”. Y al final, cuando acabo, tengo la costumbre de pasar la mano por la cubierta trasera de los volúmenes que me han agradado especialmente. No lo hago con todos: esas palmaditas en el lomo las reservo para textos que me han emocionado y que sé que voy a recordar mientras viva. Ayer, mi caricia se la llevó un libro sorprendente, “El maestro Juan Martínez, que estuvo allí”, de Chaves Nogales, que les recomiendo para este verano al que aún le quedan semanas y libros. 

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