Opinión

Malos modos

OCURRIÓ HACE dos semanas, en el aeropuerto holandés de Schipol, al que llegaba con el tiempo justo para tomar mi vuelo después de pasar tres días en un congreso internacional. Decidí comprar algo de comer antes de subir a bordo, y me dirigí a un puesto de perritos donde solicité que me preparasen uno para llevar. Me lo entregaron en una caja de cartón, difícil de manejar cuando uno lleva una maleta, un ordenador y una carpeta llena de papeles que no le ha dado tiempo de guardar.  Así que solicité una bolsa a la joven que me atendía. Por toda respuesta señaló la caja que contenía la salchicha. Creyendo que no me había oído, insistí: “¿Podría darme una bolsa?”  “¡No tenemos!”, me gritó con fiereza y mirándome con la misma cara de loca que si le hubiese pedido un submarino o un armario empotrado. Yo sólo quería algo con el que llevarme mi almuerzo mientras arrastraba mi trolley, el bolso de mano, el portátil y la maleta, pero aquella chica parecía realmente indignada con mi osadía. “¿Por qué me habla de esa forma?”- le dije - “si no tiene bolsas me lo puede decir sin gritar”. Por supuesto, no me contestó. Se dio la vuelta, buscando - supongo - una nueva víctima para su cabreo.  Es posible que aquella chica – joven y guapa – tuviera razones para estar de mal humor. Podríamos pensar que no le gusta su trabajo, que no le pagan bien, que su jefe es antipático, que tiene un horario pésimo, que le duelen los pies o que no le divierte preparar bocadillos para viajeros impacientes. Pero ¿da eso patente de corso para los malos modos? ¿Sería tolerable que yo, que había dormido cinco horas y llevaba tres días de reuniones interminables, hablase a gritos a quien me sirve un bocadillo? Entonces ¿por qué debe consentirse a la inversa? La sentencia definitiva la dio mi amiga Begoña, que observaba la escena comiéndose mis patatas fritas: “un día, a esta chica la sustituirá un robot, que podrá hacer lo mismo que hace ella pero sin tratar a patadas al cliente”.

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