Opinión

La muralla

CONTABA MI padre en su bitácora que hace cien años el ‘Baedecker’ —celebérrima guía que era el faro imprescindible de cualquier viajero en la época en la que no viajaba nadie— tenía un capítulo dedicado a Lugo y no mencionaba la muralla. Lo malo es que no solo para el autor pasa desapercibida: creo que todos los lucenses crecíamos viéndola sin mirarla. La muralla romana estaba ahí, para que los viejecitos diesen el paseo diario que el médico les prescribía como quien receta una infusión después de comer, y los malotes de la pandilla se subiesen con las litronas a pasar frío antes de que se inventase el botellón. Por lo demás, la muralla se encontraba sucia, oscura, llena de malas hierbas. Recuerdo cuando se cayó uno de los cubos y empezaron a decir que todos podrían correr la misma suerte. Quizá aquel accidente nos hizo más conscientes de los que había aquí: una joya de la romanización, un fortín inmenso que abrazaba la ciudad y unas puertas abiertas para recordarle que no había límites. Desde entonces
hemos avanzado algo. En estos años he enseñado la muralla a muchos amigos que nos visitaban por primera vez, y en todos detecté idéntico asombro, idéntico respeto e idéntica incredulidad por lo mal que vendemos nuestro monumento, que es único en el mundo. La muralla no está suficientemente bien cuidada, ni bien conservada y a veces tengo la sensación de que tampoco es bien querida. No cuenta con recursos suficientes ni con la suficiente dosis de amor por parte de quienes deberíamos quererla. Simplemente, a fuerza de ser parte de nuestra vida, nos hemos acostumbrado a ella como uno se acostumbra a los guisos caseros de la abuela. Ahora que se cumplen 18 años de su declaración como monumento patrimonio de la humanidad, los lucenses deberíamos conjurarnos en un compromiso para recordar el inmenso privilegio que supone el compartir el día a día con ese prodigioso anillo de piedra que nos envía de bruces con el principio de nuestra historia.

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