Opinión

Un verso de Robert Herrick

Cuando era muy joven, allá por el pleistoceno, podía comer casi cualquier cosa, pues nada me engordaba. Da igual lo que me apeteciese: estaba permitido, estaba bien y no habría consecuencias. En la universidad desayunaba un café con leche y pincho de tortilla, comía macarrones con tomate y un filete empanado, y cenaba croquetas con patatas fritas y kétchup a discreción. Pues nada, la báscula seguía en su sitio, bailando entre los 49 y los 51 kilos. Me servía la ropa de todas mis amigas. Me quedaban bien todos los pantalones. Es una lástima que alguien no se hubiese acercado a mí para susurrarme los versos de Robert Herrick "coged las rosas mientras podáis", que es como decir "aprovecha el momento". Es decir, saca partido a las comidas grasientas porque llegará el día en que te engordará prácticamente todo.

La mediana edad es así. Te toma por asalto, y de pronto tienes que comer con la cabeza, rechazar el postre y sentirte culpable si te lanzas sobre una trozo de pizza o una hamburguesa doble. La chica capaz de cenar una caja de donuts (lo hice una vez, en segundo de carrera: fue maravilloso) es ahora una pobre mujer que se pregunta cuántas calorías tendrá ese plato de arroz con verduras y si caminar hasta la extenuación bastará para hacer penitencia tras sucumbir ante un bocadillo de beicon. Es evidente que hacerse mayor tiene algunas ventajas, pero en la mediana edad un cucurucho de patatas fritas se convierte en en una fiesta, y un pastel con helado por encima constituye un placer del que uno se arrepiente en cuanto rebaña la última cucharada.

Hoy, mientras compraba brécol, una bolsa de canónigos y 200 gramos de champiñones crudos pensé en aquella chica menuda que merendaba bocadillos de nocilla mientras estudiaba los parciales. Me gustaría que alguien le hubiese advertido que a partir de los 45 le retirarían la patente de corso para comer cuanto quisiera para que untase de crema de chocolate y avellanas los dos lados de la tostada.

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