Opinión

Vecindad. (Crónicas del virus)

E stos días de confinamiento, unos conocidos decidieron hacer limpieza en el trastero. Encontraron allí un montón de juegos de mesa que llevaban años sin usar, así que tras quitarles el polvo dejaron en el felpudo de una familia del edificio en la que hay tres niños y a la que no conocían más allá del hola y el adiós. Los críos se quedaron tan contentos con el regalo inesperado, que al día siguiente les escribieron una carta de agradecimiento y se la dejaron acompañada de dos huevos de chocolate. Ahora se intercambian golosinas y notas de ánimo.

Otra amiga recibió una llamada por el telefonillo: una vecina a la que apenas trata le había dejado en la puerta un bizcocho que acababa de hornear. Yo misma he colocado libros a la entrada de la casa de una vecina mayor, muy aficionada a la lectura y que ahora no puede tirar de la biblioteca. Al ver que en uno de los pisos de la plaza hay niños pequeños, hemos incorporado la coreografía de ‘Baby Shark’ a los bailes vespertinos, así que a las ocho y pico un montón de adultos hacemos el tiburón para que se rían unos chiquillos cuyo nombre ignoramos.

En todos los edificios hay carteles en los que residentes se ofrecen para hacer la compra a aquellos que, por razón de edad, tienen problemas para salir de casa. Por alguna razón, esta crisis nos está volviendo más amables, más considerados, como si pensásemos que bastante tiene ya el de enfrente con lo que le ha caído encima como para soportar una mala palabra. La gente se sonríe a través de las mascarillas. En la cola del supermercado reina una calma mansa impensable hace unos meses en una situación como la que vivimos. Es como si nos hubiésemos propuesto hacer esta carga un poco más liviana para el prójimo a base de paciencia y buenas maneras.

No sé lo que va a durar esto, pero quiero pensar que, al menos, algo de lo que hemos aprendido en esta crisis va a permanecer para siempre. Hasta entonces, seguimos adelante. Pase lo que pase, ya falta un día menos.

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