Opinión

Punto y final

ESTE ES mi último artículo sobre las crónicas del virus. Ha acabado el estado de alarma, y hemos vuelto a la vida sin fases, aunque con restricciones. Han abierto los teatros, los museos y los cines —con aforo limitado, pero han vuelto—, podemos movernos entre provincias y empezamos a acostumbrarnos al uso de la mascarilla.

Tenemos las manos despellejadas de lavárnoslas a todas horas y untarlas con gel hidroalcohólico, y hemos reconocido que las reuniones telemáticas pueden ser tan eficaces como las presenciales. Por lo demás, no es cierto que este horror nos haya hecho mejores. No, no nos mejora el haber aprendido a hacer pan, ni haber aplaudido cada día a las ocho de la tarde, ni recordar y compadecer a los que sufren. Eso va de suyo. Queda detrás de nosotros una pavorosa legión de muertos que ni siquiera somos capaces de contar, la certeza de la ruina de muchos, un futuro incierto para todos. Lo único que somos es, quizá, un poco más sabios.

Hemos aprendido a valorar cosas a las que hasta ahora no dábamos importancia —la libertad de horarios, por ejemplo— y reflexionamos sobre el raro privilegio de algunas formas de la alegría: una cerveza en una terraza, un paseo por un parque, la música en directo, comprar flores, citarnos con los nuestros cuando nos viene en gana. El sábado pasé el día con mis amigos de la universidad, en una comida seguida de una sobremesa larguísima. No hicimos nada especial. Simplemente hablamos y nos reímos, conscientes de la suerte de estar sanos: tres de nosotros tuvieron que superar el virus. Cuando brindamos y los vi allí, a mi alrededor, me sentí inmensamente afortunada. Alguien recordó que el domingo empieza el verano. Y nadie dijo que este año nos habían robado la primavera. Porque, al fin y al cabo, la única forma de seguir viviendo es a base de pasar página por los capítulos más tristes de nuestra historia. Necesito pensar que este se ha terminado. Crucemos los dedos. Ahora, suerte y prudencia.

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