Opinión

Los pueblos

DESDE QUE llegué al gobierno de Madrid empecé a recorrer los pueblos de la comunidad con la intención de conocerlos todos, escuchar a sus alcaldes, ver de cerca sus posibilidades y descubrir que a menos de una hora de la Puerta del Sol hay verdaderos tesoros naturales, patrimoniales, gastronómicos y enológicos. Tras visitar más de un centenar de localidades, he descubierto que los pueblos ya no son aquellos lugares de antaño, donde el progreso se había echado a dormir y la gente se empecinaba en anclarse a otra época y otras circunstancias, como si hubiese dos modos de vida antagónicos. Las pequeñas localidades que voy conociendo parecen haber firmado un pacto admirable con el pasado y el futuro: conservan la iglesia con campanario, las verbenas populares, la misa mayor y el bar con despacho de lotería en el que sirven torreznos y queso en aceite, pero además tienen bibliotecas bien dotadas, campamentos para niños y piscina al aire libre. Al atardecer, con la fresca, las mujeres siguen sacando las sillas a la puerta de casa para charlar con las vecinas, y en la plaza se juega al balón hasta medianoche, porque todos se conocen y qué mala cosa le puede pasar al crío, pero además en uno hay rockódromo, en otro pista de padel, y en casi todos cancha polideportiva y programa de actividades para el fin de semana, amén de buenas conexiones con otras localidades que complementan la oferta. Los pueblos del siglo XXI ofrecen posibilidades que eran impensables no digo hace cincuenta años, sino hace una década. El mes pasado, en una de mis visitas a un pueblo de menos de mil habitantes, me comí unos tomates que olían a fruta mientras a unos metros una docena de chavales se zambullían en una piscina de lujo, y se preparaban las sillas para un concierto nocturno.

Cerca, una pizarra anunciaba un menú de gazpacho y chuletas con vino y postre por menos de veinte euros. El termómetro marcaba cinco grados menos que en Madrid. Y yo, que soy de asfalto, empecé a pensármelo.

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